Carmen y el clóset

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

No se trata de un armario cualquiera, destino de prendas inertes. Es un espacio vital donde las familias encierran a sus fantasmas, se ocultan las dobleces del alma, anidan los rencores y los arrepentimientos, las pasiones que no se atrevieron al beso, los besos que nunca llegaron a la pasión, el ayer perdido que se acaricia con nostalgia y el futuro imposible que se intenta olvidar. También algunas empresas tienen uno, donde guardan los disfraces de los balances financieros.

En el clóset se atesoran esas cartas escritas con sangre, imposibles de archivar en una memoria digital que apenas captura la parodia de los contornos gráficos pero no procesa el perfume de los años, las huellas de una lágrima necia, las arrugas de un arrebato hilarante, el desgarro del cuerpo epistolar por manos iracundas, y las respuestas que jamás se enviaron por falta de valor, porque el valor también se guarda en el clóset, hasta que sale a paseo.

El clóset se parece a un confesionario antiguo, donde se depositan confesiones, especialmente las inconfesables, y sus testigos, prendas rasgadas en la fuga del sereno, manchadas en el revolcón, raídas por el desuso al que condenaron los excesos y sus consecuencias abdominales, anacrónicas como la moda que profesan, como los años de sus dueños. Y junto a las prendas conviven objetos inútiles, salvo para el recuerdo de su utilidad pasada y constancia de los pecados cometidos.

Según la versión de esta historia real que escuché en la Barra de Juan -nombres y fechas omitidos en protección de los inocentes-, allí, en el clóset, se encontró 20 años más tarde la carta que una tal Carmen B. escribió a su amor de juventud el día en que este casaba con otra, y que en el apuro guardó en el bolsillo interno del traje prestado por su padre, homónimo. La esposa de este último creyó haber dado con la evidencia de la infidelidad de su marido, el suegro que Carmen B. nunca llegó a tener. Al ser increpado por un affaire no cometido, el padre homónimo del novio ingrato, en el claroscuro de una memoria empañada por el Alzheimer, sorprendió a todos alegrándose de haber sido capaz de una aventura pasional, intentando en vano adjudicar un rostro bello a la portadora de comprobaciones tan audaces y estimulantes para su alicaída virilidad.

Explicado el malentendido a la madre por su hijo, el verdadero destinatario de la misiva, y por la mismísima autora de confesiones que vendrían a perturbar la armonía familiar muchos años más tarde de su tiempo, decidieron los tres cerrar el archivo de los desengaños y, con la misma llave, abrir otro donde desempolvar las ilusiones. Así es como la carta escrita con sangre por Carmen, manchada por la lágrima del novio que la dejó por otra y no tuvo el valor de responder, y a punto de romperse a manos de la suegra que nunca llegó a ser -cuya ira cedió, para preservación de la evidencia, ante el sentido práctico de la venganza-, fue una vez más depositada en lugar visible en el clóset, en complicidad de quienes no quisieron desmentir al dueño del traje en su recuerdo ilusorio.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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