San Juan, el bueno

Sergio Ramírez Mercado
Masatepe, Nicaragua

Aquel viejo gordo y bonachón de la aldea de Sotto il Monte, que parecía haber dejado su morral y su cayado de pastor de cabras en la Sala de las Lágrimas antes de internarse por los infinitos corredores del Palacio Vaticano, ya con las vestimentas blancas que los sastres se apuraron en descoser porque no había manera de que le quedaran, fue uno de los íconos de la década de los sesenta, y seguro se hubiera sentido a gusto entre la densa humareda del concierto de Woodstock con su cigarrillo en la boca, porque entre sus placeres estaba el de fumar. Y el de comer.

A Angelo Giuseppe Roncalli, Juan XXIII, el papa Francisco lo elevará a los altares habiéndole dispensado el requisito de un segundo milagro. Muy acertado este Francisco como en tantas otras cosas, saltarse las trancas burocráticas y canonizar a este antecesor suyo, elegido en 1958 por salir del paso. Porque a sus 77 años era juzgado demasiado viejo para emprender algo notable, pero los cinco años de su papado estuvieron llenos de verdaderos milagros, suficientes para rebosar el expediente abierto por la Congregación para las Causas de los Santos, si las transformaciones valieran como milagros.

El papa Francisco ha llegado a ocupar la silla de San Pedro a la misma edad, pero no alcanzo a verlo tan anciano como en aquel tiempo al papa Juan, porque en la adolescencia uno suele envolver a los viejos en una turbia lejanía. Y hablando de lejanías, lo primero que este Juan y este Francisco hicieron es volverse cercarnos. Hay unas páginas de la novela Los Buddenbrook, de Thomas Mann, donde las puertas de los salones del Palacio Vaticano van abriéndose una tras otra al paso del visitante, como si aquellos aposentos fueran infinitos, hasta llegar a la última, donde aguarda el papa, solitario, y aun habiendo llegado a él, siempre lejano.

Ahora Francisco ni siquiera vive allí, sino en la residencia de Santa Marta, tal como se lo explica a un amigo sacerdote en Buenos Aires en una carta: “Me quedé a vivir en la Casa Santa Marta, que es una casa (donde nos alojábamos durante el Cónclave) de huéspedes para obispos, curas y laicos. Estoy a la vista de la gente y hago la vida normal: misa pública a la mañana, como en el comedor con todos, etc. Esto me hace bien y evita que quede aislado…”.

Juan se habría escapado también de los aposentos papales si hubiera podido, pero entonces, medio siglo atrás, era demasiado atrevimiento, aunque cometió no pocas transgresiones. Eso de sentarse a comer acompañado, por ejemplo. Cuando empezó a invitar a su mesa a viejos amigos y periodistas, el cardenal camarlengo le hizo ver que estaba rompiendo una vieja regla impuesta por otro papa. “Entonces, con la misma autoridad de nuestro antecesor, nos, Juan XXIII, decidimos comer acompañados”, dice la leyenda que fue su respuesta, usando ese plural mayestático que seguramente también despreciaba.

Hasta los años sesenta la misa seguía dándose con el sacerdote de espaldas a los feligreses, y en latín, me consta porque fui monaguillo de sotana roja y alba ribeteada de encaje. El Concilio Vaticano II, que Juan convocó apenas fue elegido, e inauguró en 1962, decidió que el sacerdote debía dar la cara a los fieles y hablarles en su propio idioma, tan lógico que parece hoy. Al año siguiente murió.

El concilio, que terminó en 1965 bajo Pablo VI, fue la gran revolución religiosa. “Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior”, dijo Juan, y palabras más o menos es lo que viene repitiendo Francisco, que habla también a menudo de “una Iglesia pobre para los pobres”, no otra cosa sino el regreso al humanismo del papa Juan, que era ya santo desde hace rato, tanto para creyentes como para no creyentes.

* Sergio Ramírez es novelista y fue vicepresidente de Nicaragua. Su texto ha sido publicado en el portal www.sergioramirez.com.

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