Votos y opinión

Juan Jacobo Velasco
Manchester, Reino Unido

Me pregunto si uno puede opinar solo por el hecho de estar respaldado por los votos. La pregunta carecería de sentido en cualquier parte del mundo, menos acá. Porque resulta que en el país de la revolución ciudadana, puede opinar “con derecho” quien cuenta con esa manifestación del respaldo popular que son los votos. O al menos ese es el mensaje que se nos repite, apuntando con el dedo y el desdén a cualquier “tinterillo” que se exprese sin una venia a la majestad del poder. El que no sigue el juego de la aquiescencia y va por la libre, debería pagar el peaje de las elecciones para ganar credibilidad.

Se han escuchado argumentos absurdos dentro de las invenciones contemporáneas de nuestra perfecta y enrumbada isla de paz, pero el de la necesidad de ganar elecciones para legitimar una opinión es casi tan chistoso como un dibujo de Bonil. Es más, si alguien le pasara el dato a algún cómico no ecuatoriano –los nacionales tendrían que pedir asilo anticipado- el tipo se haría rico. Seríamos la comidilla mundial. Un goce, por el absurdo tragicómico que implica.

Imagino que habría que empezar a delinear la legitimidad por esa idea de que el opinante-candidato debe ganar. La pregunta es obvia: ¿cuánto de legitimidad requiere? ¿Solo ganar o arrasar? ¿Es por número de votos o es la figura del triunfo independientemente del lugar? Porque me imagino que para el poder no debiera ser lo mismo ganar en Balao que en Guayaquil. Ni tampoco hacerlo con un votito que por paliza, que es como se ha acostumbrado últimamente eso que podríamos llamar de “el gran opinante”, que a buenas cuentas ha sido “el gran ganador” de las elecciones en los últimos años.

Lo cierto es que a mí me da risa, pero para muchos les genera pena, frustración y rabia una línea de razonamiento tan simple como ramplona. El voto es una de las tantas manifestaciones de una democracia. Es un derecho y un deber que, a la postre, permite dilucidar quiénes reciben el mandato de dirigir un cantón, una ciudad, una provincia o el Gobierno. Pero solo implica un mecanismo de elección de autoridades. No significa el trasvase del derecho de opinión que todos, en nuestra condición de ciudadanos, tenemos. Porque de lo contrario, la relación entre votos y legitimidad implicaría el mismo circuito dinero- poder.

La discusión sobre la sempiterna inequidad está anclada en la noción de que quien más dinero tiene, dispone de más poder en una sociedad. Pero una democracia presupone que quien recibe a través de las elecciones un mandato, y el poder resultante, no lo puede utilizar para reproducir inequidad. Un mandatario no está por encima del resto. Su visión de la vida y sus dichos no pueden ser dogmas de fe ni actuar por encima de la Ley ni las instituciones. Todos tenemos derecho de expresarnos. Nuestra opinión tiene un valor para cada quien. Y eso debe respetarse y reforzarse, sin juicios deleznables que marcan diferencias en la legitimidad de las opiniones.

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