Tomaquetoma

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

No he visto un monumento a un gran cocinero. Alrededor del mundo los personajes históricos, esos que suelen dar nombre a calles, plazas o inmortalizarse en monumentos y libros de historia, los que se imponen de modelo a los niños en las clases de cívica, provienen en su mayor parte de la política y de las filas militares, las dos fuerzas que se han sucedido o apoyado en el tiempo en su pretensión de dirigir el destino de las personas. También suelen ser reconocidos quienes opusieron resistencia a la autoridad y a la guerra, pero en ambos casos se trata de los extremos de un mismo fenómeno, el poder, aunque con signo distinto.

Paul Bocuse, célebre artista de la gastronomía francesa, logró entrar de la mano de Daniel Drouet al museo Grevin de París.  Hasta hace pocos años el nombre de Mozart, indiscutible genio de la composición clásica, apenas distinguía en su ciudad natal una modesta casa-museo. Y qué decir de los santos, esos que sacrifican su vida al servicio de los demás y, sin embargo, apenas reciben el tímido gesto de un cuadro oscuro colgado en un rincón todavía más sombrío de algún edificio religioso o, nuevamente, en algún museo. Hay personalidades que transforman positivamente la vida de quienes se les cruzan en el camino, discretamente, sin propaganda, a veces hasta sin palabras, descubriendo sabores que no imaginábamos,  abriéndonos el pozo de la belleza con tres notas robadas a una guitarra.

Los artistas, los que son dignos de merecer ese calificativo, tienen algo más que un talento y una técnica trabajados: tienen la intuición, la confianza de que sus creaciones no provienen de ensayos y prácticas, donde se afina técnica pero no se logra genio, sino de la misma fuente que, desde ángulos distintos, alcanzan a ver o por lo menos visualizar todos los grandes de cualquier género. Y además tienen la capacidad de entregarse a los demás, de vaciarse sin consideración al precio que reciben por su obra, haciéndolo por necesidad vital, movidos por la compulsión que también los mueve a respirar.  Por eso registra la historia tantos toreros que no dudaron en abandonar fortuna y fama si éstas se interponían en su camino vital: la necesidad de seguir toreando. En el arte no hay retiro ni jubilación posible, pues los artistas no saben existir de otro modo.

Durante el curso de una entrevista luego de una ejecución prodigiosa, se sorprendió mucho de que le llamaran “Maestro”, y desde la humildad de los grandes rechazó el calificativo. No tuvo formación musical ni sabía de las claves y técnicas que domina un estudiante de conservatorio, a pesar de lo cual -¿o quizás, gracias a ello?- llevó su lenguaje flamenco a dialogar, como si se hubieran conocido toda la vida, con el jazz de Wynton Marsalis  y a descubrir los fragmentos comunes que tiene el triángulo andaluz –Jeréz, Cadiz y el Puerto de Santa María – con los ritmos que legaron los africanos a América.

Desde la Barra de Juan, escuchando Cositas Buenas, el álbum más profundo de Paco de Lucía, le dedico estas líneas a este genio del flamenco que ya no está más en este mundo, pero que seguirá alimentando el pozo de la belleza desde el más allá. ¡Tomaquetoma, Paco!

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