Hanna Arendt y la banalidad del mal

Maricruz González C.
Quito, Ecuador

El año pasado estuve unos días en un pueblo pequeñito ubicado en Renania del Norte-Westfalia, en Alemania, en donde visitamos a la familia de Nadine, que tiempo atrás había acogido en un intercambio a mi compañera de viaje. La familia era encantadora; estaba compuesta por padre, madre y Nadine, la hija; al lado vivían el hijo mayor, su mujer y una nieta y, no muy lejos, los abuelos paternos de Nadine. Me impresionaron la calidez, la alegría de vivir y los nexos familiares que se expresaban a diario en una relación cercana y de respeto, con un sentido del humor que, como quiteña, me encantó.

Una tarde, mientras mi compañera de viaje realizaba unas gestiones para las que habíamos ido a Minden, una pequeña ciudad aledaña, yo me dediqué a visitar el Museo de Historia. Si bien no es rimbombante, me pareció que daba una buena idea de la historia local desde la colonización romana hasta épocas modernas; cada etapa incluía una breve explicación de multimedios y elementos museográficos. Cuando llegué al siglo XX, sin embargo, me extrañó encontrar solo una referencia a Adolfo Hitler y, de lo que recuerdo, ninguna al período nazi.  Durante el trayecto de regreso a su casa, le pregunté a Nadine la causa de ese vacío. Me respondió que es un tema casi vedado en Alemania que ni siquiera en los colegios se discute, “me imagino que por vergüenza”, me dijo. Hablamos del asunto abiertamente y me confesó que hasta la fecha ella no sabía si sería o no bueno abrir el tema a nivel nacional. Cuando indagué acerca de los motivos de sus dudas, me puso como ejemplo a su abuelo, ese señor cuya dulzura me había impresionado aún más que la de su esposa, había sido soldado nazi y había formado parte de las tropas que invadieron París en 1940.

La imagen me sobresaltó: ¿habría ese afable señor matado a alguien por odio? ¿habría recogido judíos para enviarlos a los campos de exterminio? ¿lo habría hecho a conciencia o solo por cumplir órdenes? Todas estas preguntas rondaron mi cabeza el resto de días que pasamos ahí con esa familia encantadora, con la que nunca volví a topar el tema.

Aparentemente, dudas del género le surgieron a la teórica política Hanna Arendt –quien declaró una y otra vez no ser filósofa ni pertenecer al círculo de filósofos de la época, casi todos amigos o profesores suyos– durante el juicio contra el nazi Adolf Eichmann, realizado en Israel en 1961, al que la revista The New Yorker le envió como reportera.

Las conclusiones a las que Arendt llegó sobre Eichmann pasmaron a la comunidad judía, incluyendo sus amigos: “un individuo superficial, corriente, del montón, ni demoniaco ni monstruoso”. Más adelante, en lo que sería su libro Eichmann en Jerusalén, lo que Arendt intentaba averiguar era cómo seres comunes y corrientes pueden pasar a ser parte de un engranaje del mal a través de lo que ella denominó “la banalidad del mal”, una frase acuñada por ella que hasta la fecha causa controversia dentro del movimiento sionista. Sus observaciones del juicio le llevaron a plantear que algunos individuos hacen su trabajo dentro del sistema sin una conciencia ni reflexión de sus actos y sus consecuencias. Así, en el caso de la Alemania nazi, para muchos de los perpetradores, la tortura y la ejecución de seres humanos no eran prácticas infames, sino resultado del mero acatamiento de órdenes superiores. Como mujer, alemana y judía, Hanna Arendt tuvo la rara capacidad de “ponerse en los zapatos del otro” para entender los procesos humanos y la valentía de plantear ideas que le granjearon el odio de muchos de sus congéneres.

La vida intelectual de Hanna Arendt empezó muy temprano –a los 14 ya había leído a Kant y nunca detendría su curiosidad investigativa basada en la vida real de los humanos, no en disquisiciones alejadas del mundo terrenal, en lo que ahora llamaríamos the cloud. Fue alumna y amiga cercana de Karl Jaspers hasta la muerte de éste; y amiga íntima de Martín Heidegger, en cuya adhesión al nazismo seguro se habrá basado para muchos de sus análisis y con quien retomó una relación epistolar desde 1950 hasta el final de su vida.

A Hanna Arendt le apasionaron el tema del poder, de la libertad y, en general, como tituló a uno de sus grandes libros, La condición humana (1958), incluyendo el amor que, desde mi humilde visión, es el gran tema que, junto con el género, la distanció de muchos otros pensadores de su época. Además del amor, que no solo analizó sino que vivió en carne propia toda su vida, la diferencia en esta inigualable mujer fue que ella basó todas sus investigaciones en las frases de “quiero comprender” y “pensar necesariamente significa REPENSAR”. Estas dos frases, resultado de un pensamiento profundo, son las que harían de su obra una de las más honestas y transparentes de los pensadores del siglo XX (Los orígenes del totalitarismo, 1951; Hombres en tiempo de oscuridad, 1968), Sobre la violencia, 1970, entre otras).

Aunque su trabajo era del más alto nivel intelectual y ese fue su círculo desde muy joven, Arendt rechazaba ser parte de movimientos, cualquiera que fuera. En el caso de los intelectuales, porque “se hacen ideas que les llevarán a caer en su propia trampa”. Sobre los grupos o movimientos, Arendt declaró en una entrevista maravillosa que le hizo el periodista Günter Gaus en 1964, que nunca en su vida amó a un colectivo, ni alemán, ni francés, ni estadounidense, ni de clase trabajadora, ni sionista, ni intelectual… ninguno. Para ella, a los individuos que se agrupan de esta manera los mueve un interés, que es muy diferente al amor y “a mí me resultan muy sospechosos esos intereses. Quien se propone amar tanto a su pueblo que ha de pagarle un tributo perpetuo de adulación, está muy lejos de ser un patriota…Yo solo amo a mis amigos y soy incapaz de otro tipo de amor”.

En su análisis de la Alemania nazi, Arendt plantea que Hitler contó con el masivo apoyo de un pueblo compuesto de seres comunes y corrientes, no malhechores, para cometer los crímenes más horrendos. Ella distinguió tres grupos de personas como los principales causantes de los acontecimientos que todos conocemos: los nihilistas, los dogmáticos y la masa de gente normal que en su vida cotidiana sigue las “buenas costumbres”. Los nihilistas no tienen valores definidos y fácilmente asumen posiciones de acuerdo a sus propios intereses: “arribistas sin escrúpulos que siempre pululan alrededor del poder”. El dogmático basa su seguridad en un ideal obsesivo, con lo que fortalece su voluntad y su capacidad de acción: son políticos y religiosos que huyen del diálogo que podría cuestionar esos “ideales”. Los terceros forman parte del grupo más numeroso: los irreflexivos, que generalmente viven según las costumbres de su entorno, pero sin ninguna crítica a esas costumbres, que consideran buenas por el mero hecho de serlo.

Arendt planteó que lo que los tres grupos tienen en común es la falta de conciencia –sin diálogo interior, el dogmático cambia de dogma como de camiseta; el nihilista de conducta; y muchos ciudadanos normales cambian sus valores gracias a la propaganda masiva y constante del grupo dogmático –y, como ejemplo, mencionó a  las grandes cantidades de comunistas alemanes que en los años 20 pasaron a las filas del partido nazi. Además de centrarse en el nazismo, Arendt también estudió a profundidad el estalinismo. Para ella, lo más inquietante y difícil de comprender es la facilidad con que se invirtieron las normas: en los nazis, el “no matarás” pasó a ser “matarás”; y en los estalinistas, el “no mentirás” pasó a “mentirás” porque el fin justifica los medios.  A todo esto, Arendt denomina la “Banalidad del mal”.

La renombrada cineasta alemana Margaret von Trotta dirigió la magnífica película sobre esta eminente pensadora que se atrevió a enfrentar a su círculo intelectual y al sionismo, sin jamás dejar de lado su condición de judía, no por el mero hecho de enfrentarse, tal vez ni siquiera sabiendo que se enfrentaba en un inicio, sino solo dejando fluir su pensamiento y repensamiento. Fiat veritas, pereat mundus? (¿Triunfa la verdad, perece el mundo?), pregunta en la entrevista. Pocas veces he leído palabras tan valientes e intelectualmente honestas, en donde el humor tiene su rol importante, como las de Hanna Arendt, pensadora alemana judía empeñada en comprender, consciente de que “una verdad absoluta no existe, ya que, en el intercambio con los demás, se convierte enseguida en una ‘opinión entre opiniones’ y en una parte del diálogo infinito de la humanidad, en un espacio donde hay muchas voces. Toda verdad unilateral que sólo está basada en una opinión es ‘inhumana’”.

¡Cuán diferente sería el mundo hoy si entendiésemos las palabras sabias de Hanna Arendt: pensar es repensar, y no permanecer anquilosados en pensamientos de otros individuos, de otros tiempos y, peor aún, para glorificar a unos pocos dogmáticos que, además, la historia lo ha comprobado, son temporales!

 

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