Virtud en la réplica

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

A primera vista, la obra del artista visual brasileño Vik Muniz (San Pablo, 1961) puede parecer un perspicaz ejercicio que renueva las maneras de acercarse a una obra de arte mediante trucos cuya naturaleza se revela en la distancia que tiene el espectador con su objeto de observación. A medida que alguien se acerca, o se aleja, tenues detalles en la composición de la obra afloran y renuevan el contacto integral que se adquiere. Es el caso de aquella fotografía icónica que muestra a miles de personas en la playa de Coney Island, en Brooklyn. Si uno permanece en la obra durante buen tiempo, y se repliega, comprende que la composición está formada por dispares piezas de papel, blancas, grises, negras que, fotografiadas, recrean la mítica imagen del balneario gringo de las clases obreras.

Esto es posible, en buena medida, gracias al tamaño de las obras de Muniz y a un elemento decidor en su trabajo: Muniz fotografía sus obras, de modo que aquello a lo que se asiste es una, por así decirlo, filtración del trabajo original del artista. Vik Muniz es un heredero de la reproducción masiva de Andy Warhol, que subraya el aspecto perecible de la obra de arte –su temporalidad limitada-y su inevitable reproducción, que la convierte en original, aunque una buena parte de sus trabajos más bien complejicen la idea pop de la repetición masiva. Ese es el caso de su serie de fotografías tomadas en enormes descampados brasileños, antiguas minas de hierro, donde han sido dibujadas imágenes sencillas que parecen revisitar las líneas de Nazca o recordar el land art, muy popular en los años sesenta en Estados Unidos. Al lado de aquellas fotografías de descampados, Muniz ha podido tomar unas cuantas más, de dimensión y temática similar, pero originadas en su estudio neoyorquino. Las mínimas diferencias –un automóvil estacionado, por ejemplo- permiten descifrar si la fotografía de Muniz es una tremenda reducción o una ampliación en alta fidelidad de una composición de taller.

Más allá del asombro, la obra de Muniz resulta conmovedora porque desmonta el artificio de la seriedad en el arte: uno parece estar siempre jugando en sus fotografías. Algunas otras, dibujos o sombras realizados con chocolate, azúcar, café o hilos, explicitan la tremenda capacidad del artista para componer imágenes, pero, más importante, requisan el imperio del caballete, la instalación o frenan el absolutismo de lo digital en el arte contemporáneo.
Queda todavía espacio para pensar sobre cómo la economía de mercado ha reestructurado –o eliminado- el canon artístico desde la mitad del siglo pasado en América Latina, y ha hecho estallar, desde la especulación del precio, la concurrencia a la galería como espacio de glamour cosmetológico, o la simple incorrección política como valor añadido, el carácter de imprevisibilidad, lenta persuasión y discusión política en el arte. Por otro lado, la respuesta desde el folclor subalterno no ha hecho sino crear caricaturas de la discusión artística –en la estéril querella de la separación arte/artesanía y de una dicotomía norte: pervertido, y sur: inocente-.

Vik Muniz parece arriesgarse por lo contrario. Se asume observador de una tradición occidental, la frecuenta y la dibuja, no tiene miedo de absorber de ella, aunque no por eso torne su mirada aséptica: más bien, se vuelve crítica, discurre con ella en sus propias limitaciones. Y luego se ríe.

Vik Muniz: “Más acá de la imagen”. Quito: Centro de arte contemporáneo. Hasta el 17 de junio.

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