Cursilería aparte, niego ser/rebuscado, el daño es mutuo

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

Una de las dificultades al consumir noticias hoy en día, para quienes recordamos otros pulsos de la información, otros ritmos de procesamiento, consiste en la incomodidad y el desconcierto que produce el apilamiento de indignación en los medios de hoy, sobremanera en las redes sociales. Cuando algo sucede que despierta indignación—el acoso sistemático al activismo político de Yasunidos, la arbitrariedad flagrante en la designación de miembros del Consejo Nacional Electoral, la lectura del reporte del Senado estadounidense sobre tortura—es fácil anticipar el ciclo que se viene: ira, sarcasmo, recriminación, montonerismo, defensas y contra ataques; ira ante la ira, el desdén de los indignados. Resulta sencillo participar desde el hogar o la oficina con Facebook y Twitter y el mismo ciclo re inicia sin importar la gravedad de la ofensa, produciendo así una indignación que se siente fofa, reemplazable. Hay un efecto entumecedor ante la repetición de la iracundia, una des – sensibilización que dificulta la descripción del funcionamiento contemporáneo de la indignación. ¿Es tan ofensivo como parece? ¿Más útil que en el pasado? ¿Deberíamos convertirnos en “sufridores” ante la ubicuidad del sufrimiento colectivo? ¿O deberíamos celebrar el nuevo acceso que nos ofrece una Web social e hipersensible?

Es difícil marcar el mapa que cubre la indignación, ¿cómo es distinta de la simple pica o de la sed de venganza? ¿Cómo diferenciar entre la sorna de la voz en off de las sabatinas y la ira incandescente de Aquiles en su tienda de campaña? La indignación se refiere a un tipo de furia ética, dirigida hacia afuera, en particular el estado visible (o perceptible) de estar escandalizado. Y por eso nos atrae, a la vez que desconfiamos de ella. Como palabra, retiene su sabor noble y honesto, aunque por momentos se siente forzado, falso, como cuando se comenta sobre el “error inaceptable” de “celebrar” en lugar de “conmemorar” el día internacional de rechazo ante la violencia contra la mujer. Irónicamente entonces, un término que denota extravagancia e ira se convierte en un movimiento repleto de gestos melodramáticos. El vector de la indignación, como escribe Katy Waldman “la forma en que la indignación se irradia—casi evoca el modelo de lanzar una piedra en un estanque, las ondas pierden intensidad mientras viajan”. Leer tweets, como dice la misma autora, puede parecer un ejercicio infinito de “separación entre indignación legítima y la otra variante, oportunista y falsa, ¿la indignación de quién debe indignarnos? ¿Cuáles son las ondas concéntricas que deberíamos amplificar, cuáles ignorar?

La brevedad de los intercambios de Twitter en sí constituye un problema, como escribe Elizabeth Stoker Bruenig en un reciente ensayo sobre un controversial reportaje de violaciones en la Universidad de Virginia en los EEUU, “la fuerza de la crítica de izquierda consiste en su preocupación con lo amplio, lo histórico, el poder, la estructura”. Cuando twiteros o periodistas concentran sus argumentos sobre la fuerza de una anécdota indignante el mensaje más amplio vive o muere sobre la credibilidad de un solo ejemplo. En este clima, argumentos que alegan discriminación en cualquiera de sus formas aparecen como irrefutables, particularmente si los emite un miembro de la clase agravada. Y así, cuestionar el argumento en sí se convierte en demostración de sexismo, o racismo o hasta en el rechazo de la experiencia vivida de todo un grupo demográfico. El desafortunado resultado es que nuevos medios que deberían ser dinámicos y diversos se ponen en riesgo de rigidez permanente ante el espectro de la corrección política.

La tentación de ingresar en un estado de perpetua indignación y de transmitirlo es complejo, puede producir una disposición afectada por el peso de las ofensas prestadas y asumidas como propias pero también puede ofrecer un aliciente: la impresión, y tal vez la realidad entre un grupo selecto de seguidores de castigar las transgresiones sociales para así afirmar los valores que están ausentes de ambos mundos, el digital y el análogo. Desafortunadamente, el problema es que esto no se traduce a un cambio real, no modifica la injusticia. Si la indignación sustituye al activismo, si nos concentramos en las acciones virtuales de identidades digitales, nos distraemos de la acción colectiva y de la creación de las instituciones que requerimos. Dice Armando Uribe en su obra, Vergüenza ajena:

Soy fatuo como fuego fatuo

con salvedad que no tengo fuego

pero la fatuidad me come el hígado,

debí decir riñones. Sigo,

cursilería aparte, niego

ser rebuscado, el daño es mutuo.

 

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