Nosotros, los pelagatos

María Dolores Miño

María Dolores Miño
Quito, Ecuador

Hagamos un experimento. Vayan ustedes donde el inquilino de Carondelet, y preséntenle la primera demanda, queja u observación sobre el desempeño de sus funciones que se les ocurra. Cualquiera que ésta sea, verán que la respuesta que obtienen será siempre la misma, y va más o menos así: “…aquí se hará valer los derechos de las grandes mayorías, y no los intereses de unos pocos”. La célebre frase, además de sonar ya a disco rayado, evidencia el retorcido concepto que desde las altas esferas del poder se tiene de la democracia y de las obligaciones que quienes lo ejercen tienen para con nosotros, sus mandantes. Es necesario por tanto, analizar el discurso oficial y traer a la luz las consecuencias nefastas que esta discriminatoria política de Estado tiene en la vigencia de nuestros derechos fundamentales.

Ya alguna vez mencioné lo peligroso que resulta limitar el concepto de democracia a la mera superioridad numérica en las urnas, en las calles o en la Asamblea. El siglo XX estuvo plagado de episodios vergonzosos donde la falta de límites a la voluntad de la mayoría llevó al cometimiento de las violaciones más graves a derechos humanos, siendo el Holocausto la expresión más clara de ello. En el escenario posterior a la Segunda Guerra Mundial, los Derechos Humanos surgieron justamente con el objetivo de establecer frenos morales y normativos para proteger a las minorías afectadas por el arbitrio de los que eran más. En la actualidad, la democracia y el Estado de Derecho no pueden verdaderamente ser tales si no son capaces de responder a las demandas y necesidades de los grupos minoritarios, a quienes les ampara el inviolable principio de la igualdad y no discriminación.

El discurso de Correa es por tanto, peligroso. Porque supone que el ejercicio de los derechos fundamentales es un privilegio sólo de quienes pertenecen a lo que llama “las grandes mayorías”, que en realidad no es más que la gente que votó por él y lo apoya. Al resto, nos ha denominado despectivamente como “unos pocos”, “los de siempre” o “cuatro pelagatos”, categorías en las que entramos indiscriminadamente la oposición, la prensa, los movimientos indígenas, ambientalistas y feministas, y básicamente cualquier ciudadano que sea crítico con el gobierno.

Eso quiere decir que desde la perspectiva oficial, solo quienes comulgan ideológicamente con el gobierno son titulares de esos derechos. Los “cuatro pelagatos”, por otro lado, no tenemos derechos exigibles al Estado, sino solamente intereses individuales y mezquinos, que por tanto no merecen ser escuchados, mucho menos atendidos. Quienes criticamos al gobierno nos hemos convertido por tanto en una suerte de ciudadanos clase “B”, pues al desconocer nuestra titularidad sobre esos derechos fundamentales, en realidad desconocen también nuestra condición de seres humanos por el simple hecho de que numéricamente, no somos más.

Eso explica porqué durante la jornada de protesta del 19 de marzo, Correa se haya ido a inaugurar alguna obra pública por ahí en lugar de atender las demandas que le presentaron miles de personas y colectivos provenientes de diferentes sectores del país. ( Una obra pública, dicho sea de paso, financiada con los impuestos que pagamos nosotros, los pelagatos). Eso explica porqué una vez más el Estado no se presentó en las audiencias públicas de la CIDH, e insolentemente dejó a sus propios ciudadanos haciendo denuncias y peticiones a un montón de sillas vacías, bajo algún anacrónico argumento de soberanía que en este siglo ya no tiene cabida. Porque para el gobierno y para el Presidente, el ejercicio y la titularidad de nuestros derechos está condicionado a pertenecer y comulgar con la mayoría. No cualquier mayoría, sino aquella que es afín al oficialismo.

Si salimos cuatro pelagatos o miles a la marcha del 19 de marzo es irrelevante. Si fueron los mismos de siempre a presentar denuncias a la CIDH tampoco importa. Eso no hace sus demandas menos exigibles, ni libera al gobierno de su obligación de escucharnos, de dialogar y de buscar soluciones que satisfagan no solo a la mayoría numérica que convenientemente hoy lo apoya, sino a todos, incluyéndonos a quienes no comulgamos con el oficialismo. Porque esa condición no nos hace menos ciudadanos, menos personas, o menos titulares de derechos, y tampoco le hace al gobierno menos responsable de respetarlos y garantizarlos. Aceptar lo contrario sería condicionar su ejercicio (y nuestra misma condición de seres humanos) a las inclinaciones políticas de cada uno, lo cual es a todas luces inaceptable y violatorio del principio de igualdad y no discriminación.

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