Pastores con PhD

Aparicio Caicedo
Guayaquil, Ecuador

Decía Thomas Paine –ideólogo de la independencia americana– que debemos cuidarnos mucho de los gobiernos que “vigilan la prosperidad como a una presa”. Y eso es precisamente lo que sucede hoy en Ecuador. Todo amago de ganancia que Carondelet considera “excesiva”, “injusta” o “inmoral” es arrebatada o mermada para alimentar al fisco. Fue el caso del techo establecido al reparto de utilidades a los trabajadores. Sucedió cuando confiscaron la gestión de los fondos de cesantía de los maestros. También cuando aprobaron leyes con castigos a las empresas con más clientes. Y es lo que quisieron hacer con los nuevos tributos a las herencias y la plusvalía.

Un día citan a un millonario alemán, otro a Thomas Piketty, y después rematan con el papa. Y si mañana Arjona saca una frase que encaje en su discurso, también la usarán. Da igual. Lo importante es darle matiz técnico, religioso o poético –todo vale– a los caprichos legislativos nacidos de su prejuicio profundo y ancestral contra el éxito individual. Quieren hacer digerible un proyecto donde el Estado está sobre el ciudadano, sobre el capital, sobre la familia y, sobre todo, lo que se mueva.

Pero esta vez no les salió. Lo que el correísmo no comprende –y los socialistas en general tampoco– es algo demostrado por la historia: a la gran mayoría no le importa que alguien gane mucho o poco, mientras existan condiciones para progresar para todos. De ahí que los sorprenda tanto el rechazo generalizado a sus ínfulas igualitaristas.

El ciudadano común no está pendiente de quién acumula riqueza en “exceso”, sino que quiere tener la oportunidad de acumularla para sí mismo. Si está inconforme con la situación económica no es porque desapruebe las fortunas honestamente amasadas por otros, por descomunales que estas sean, sino porque quiere la oportunidad de amasar la suya propia. Quiere un entorno institucional que fomente la creación de riqueza, no que asigne ganadores o arrebate lo justamente ganado. Por eso, los impuestos propuestos recientemente fueron percibidos como el corolario de una persecución a la posibilidad de construir con esfuerzo algo que dejar a los propios hijos. Ahí está la clave incomprendida por Carondelet, que sigue con la desgastada perorata redistribucionista. Ricos o no, todos se proyectan como potenciales víctimas de esa inmoral persecución al patrimonio individual o familiar.

Todo esto se suma al descontento acumulado. El Gobierno lleva librando una yihad contra el lucro privado por años. De ahí el techo impuesto por ley al porcentaje de utilidades que reciben los empleados de las empresas más prósperas del país.

Esa cruzada contra la riqueza se hizo evidente también cuando se confiscaron los fondos de cesantía de los maestros, cuyo único pecado fue confiar sus ahorros para su vejez a un ente privado, en lugar de un IESS históricamente sujeto a los manoseos financieros de los gobernantes de turno.

Solo esa intifada contra el éxito explica la Ley Orgánica de Telecomunicaciones, que en su artículo 34 eleva la carga fiscal de las empresas de telecomunicaciones que logren atraer un mayor porcentaje de clientes que sus competidoras. ¿No es eso alterar la lógica del mérito competitivo? ¿A quién puede beneficiar esa nueva muestra de incertidumbre institucional?

Pero esto no lo comprenden los mandarines correístas. Para ellos hablar de libertad individual o propiedad privada resulta dogmático e incluso mezquino. El plan uniformador concebido por estos iluminados debe cuajar, aun a pesar de las preferencias del ciudadano. Somos para ellos un rebaño arriado por pastores con PhD, sujetos a los experimentos de algún nerd con título pomposo. (O)

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