Escribir en lo inhóspito

Alejandro Veiga Expósito
Leeds, Reino Unido

En la literatura está prohibido interpretar. Esto lo sabe cualquiera que haya corrido con la mala suerte de ir al colegio o la universidad. Los críticos, los políticos, y los malos escritores, que lamentablemente de los tres hay muchos, se empeñan en atragantarnos con su interpretación, con su lectura, con su razón. Esto sucede porque saben que son malos escritores, malos críticos y malos políticos.

Si está prohibido interpretar es porque estos personajes saben que sus obras y decisiones carecen de unidad entre sentido y significado, entre forma y fondo; viven con el miedo en la nuca ante la inmensa escoba del olvido, escriben y actúan con la única ambición y emoción de escalar en un parnasillo de la fama. Ya decía Nicanor Parra: “líbranos de poetas y prosistas / que sólo buscan la fama personal”, lo mismo aplica en todas las profesiones. Sin embargo, no es difícil darse cuenta de quién escribe, actúa, e incluso suda, porque busca un remedio para la vida, y de quién lo hace por ambición propia. De los primeros, y de su antídoto contra los segundos, son de los que quiero hablar.

En los primeros días del pasado mes de agosto, murió el escritor Rafael Chirbes. Leer a Chirbes es entrar en la visión única del que escribe lo que ve y nada más. Reconocido por ser un cronista de la España contemporánea, un defensor brutal de Galdós, Chirbes siempre decía lo mismo cada vez que se le preguntaba por qué escribía: “Yo escribo para mí”, aseguraba siempre sin pretensión ninguna, con la tranquilidad de quien crea porque no sabe hacer otra cosa, porque necesita canalizar de alguna manera esa energía sin mayor aspiración que la de dialogar con lo que lee y ve allí afuera. Siempre se le acusó de ser un pesimista, pero el simple hecho de escribir le desencajaba de esta clasificación. En las páginas de novelas como Crematorio (Anagrama, 2007) o La buena letra (Debate, 1992), sientes la electricidad de quien descarga en la página sin pensar en lectores, críticos o revistas literarias, sientes la desolación del que sólo lee y escribe.

Por las mismas fechas del año pasado, murió en Caracas Domingo Michelli, quien nos dejó Tristicruel (bid & co. editor, 2014). En este libro de relatos, revisamos las mismas palabras de Chirbes, la mirada de quien escribe lo que ve, de quien escribe porque necesita desconfigurar lo que está pasando allí afuera para volcarse dentro del paisaje: “somos ojos pocos entrenados que a veces tardamos meses en darnos cuenta que ahí, en determinado lugar, hace tres meses había una casa. La tundra urbana se come los pequeños paisajes, no soy capaz de discernir qué tan grande es Caracas … ” (pág . 37).

Tristicruel opta por desautomatizar esta mirada nuestra, tan poco entrenada, a través de la ironía, el humor, la ciencia ficción y otros procesos. Sin embargo, los que tuvimos la suerte de conocer a Domingo, sabemos que esto no es más que la mirada única que tenía ante el mundo. Hablar con él era leer sus textos. Muchos lectores encontrarán en ellos distintos formatos de digerir la urbanidad caraqueña, de usar el humor y la lógica del absurdo para oxigenar las realidades más dolorosas de los barrios caraqueños, pero para él, como decía Cortázar, fantasía y realidad son lo mismo. No hay barreras. No hay métodos ni estilos preconcebidos. Es decir, encontramos la unidad única, que tan poco se da hoy en día, entre sentido y significado. Para la suerte de todos, leer Tristicruel es conocer a Domingo, no es encontrar el intento de triunfo de nadie, ni la pretensión de ser escritor que tanto yede por ahí. Esa consecución de signos negros que encontramos en su primera publicación, no son otra cosa que la visión única de un individuo hacia el valle caraqueño. Leer estos relatos es dialogar con él.

Domingo nunca te imponía una interpretación de sus textos, nunca necesitó defenderlos, nunca mostró seguridad ni inseguridad ante ellos; siempre los trató con cierto desdén y desprecio; sólo se mostraba cómodo ante las críticas duras; participaba en los concursos literarios como quien va a una entrevista de trabajo, con la incomodidad del que tiene que ganarse la vida de alguna manera, del que intenta aceptar las reglas del juego. No sé decir a qué obra le podría tener un especial aprecio, él simplemente creaba. Tenía algo especial en todo lo que hacía. Ante alguna crítica, en una ocasión, me dijo: “Caray Ale eres un Midas, conviertes cualquier mierda en un poemario…”, pero lo cierto es que su escritura transpira tanto por todos lados que se me desborda de musicalidad, lecturas y sentidos. Hoy en día hay mucha espuma, es fácil engañar a los lectores entre tantos suplementos dominicales y blogs, pero en Tristicruel encontramos el temblor de alguien que está muy despierto, que escribe porque su sistema nervioso necesita volcar esa descarga energética que no le deja dormir.

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