¿Estabilidad jurídica?

Se trata, en definitiva, de obligaciones de respetar las reglas del juego para, como resulta evidente, ofrecer seguridad a las inversiones como mecanismo para atraerlas.

La recientísima ley sobre asociaciones público-privadas (del 18 de diciembre de 2015) simula transitar por ese camino cuando coquetea a potenciales inversores con una promesa de certeza legal: el primer párrafo de su art. 15 dice que «La estabilidad jurídica que se garantiza en esta Ley se extiende a los aspectos regulatorios… …declarados como esenciales en los correspondientes contratos…». En apariencia, al menos lo acordado como esencial sería intangible.

Pero resulta que dos renglones después, el mismo art. 15 desenmascara esa falsa promesa de matrimonio, cuando abre una (inaceptable) vía de escape: «La estabilidad jurídica no recaerá sobre las normas declaradas inconstitucionales o ilegales por el tribunal competente…». Linda la cosa, pues de nada vale que el Estado se obligue a no alterar un específico marco normativo, legal o reglamentario, si inmediatamente después el mismo Estado puede declarar que tal o cual norma -cuya existencia fue tomada en cuenta para pactar las condiciones contractuales- en verdad no debe aplicarse.

Lo peor es que la misma ley permite, en su art. 20.2, que en los contratos respectivos el Estado acuerde que las diferencias con los inversores sean dirimidas mediante arbitraje. Pero expresamente excluye de tal mecanismo a los actos que «…deriven directamente de la potestad legislativa y regulatoria del Estado ecuatoriano», lo que traducido significa que si el Estado viola la cláusula de estabilidad jurídica –introduciendo normas que alteren las condiciones legales existentes cuando se firmó el contrato- los inversores no pueden llevar su reclamo ante un tribunal arbitral, sino ante los jueces locales. Es decir ante el mismo Estado.

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