Plegaria por Amy Winehouse

Me refiero al largometraje que el director Asif Kapadia realizó sobre la cantante de jazz Amy Winehouse y que ganó el Óscar en la categoría de mejor documental durante la última entrega de esos premios. Se trata de una genial pieza de cine que evoca, al igual que la sonrisa de la Gioconda, la belleza que sobrevive después de la tragedia.

Winehouse era de esas creadores de música que, como Charlie Parker y Janis Joplin, vieron en el jazz una forma para sobrevivir a la vida. Los griegos, en su lucidez, ya habían concebido a la existencia humana como una injusticia ensañada y al arte como la única forma para poder vivir sin desfallecer. Amy Winehouse vio en el jazz el espacio ideal e indispensable en el que era posible resolver todo aquello que le quemaba por dentro.

Fue acertada su decisión de dedicarse a la música y de abocarse a ese género, caracterizado esencialmente por su capacidad de darle a la realidad un sentido tierno, devastador, casi humano. Incluso me atrevo a pensar que Amy Winehouse fue feliz, desbordantemente feliz, durante esos instantes en que estaba en el escenario y cantaba para su público y, sobre todo, para sí misma.

En el documental se aprecia no sólo a la artista en el desenfrenado proceso de su despeñamiento sino también a la mente brillante que concibió la necesidad de entender y lograr su obra musical como resultado de un proceso tanto intuitivo como cerebral. Lo logró en su primer disco ‘Frank’, que fue un éxito, y en el cual comulgaban el desfogue erótico del dios Dionisio y la genialidad depurada con rigurosidad del dios Apolo.

Luego vino ‘Back To Black’ y la fama internacional. Amy Winehouse se propuso hacer un disco que, sin perder la esencia del jazz, pudiera llegar a todos los públicos. No pretendía decantarse por el pop, pero sí estaba consciente de la necesidad de que su música rompiera el circuito de una élite intelectual. Fue un suceso de masas.

Su voz, descarnada y a la vez esplendorosa, deleitó al mundo con ‘Rehab’, la canción con la que arrasó en los premios Grammy y que expresa los tristes dilemas de su vida. Y es que sus letras tenían esa capacidad de transmitir, gracias a las palabras, todo lo que la aquejaba y, entonces, tal vez, podía liberarse.

Mientras su éxito crecía como la espuma, la cantante caía en un desbarrancadero del cual nadie la iba a salvar. Ni siquiera su música. Su adicción a la heroína y otras drogas, así como al alcohol, iban carcomiendo su salud. Todos se aprovecharon de ella y de su éxito comercial, incluso su padre. El de ella es un caso de explotación artística y de absoluto abandono. Por eso, al mismo tiempo que los millones de dólares no paraban de llegar, su voz se apagaba lentamente.

Entonces, Amy se condujo –con los ojos cerrados– hacia el único fin posible. Una muerte joven y escandalosa. Triste, como había sido gran parte de su vida. Murió arrasada por esa extraña soledad que se da en medio del ruido de las críticas, del acoso de los paparazis y de la admiración de un público que, sin embargo, no dejaba de idolatrarla.

Amy Winehouse fue de esas criaturas que nacieron con un don especial: su voz, trágica, era capaz de darle a la humanidad un respiro. El documental narra, con enorme consciencia, esta historia. Uno de los entrevistados cuenta haber percibido que Amy, pese a su juventud, era portadora de un alma con muchos más años. Quizá por eso su voz era como el presentimiento de un terremoto, como algo que resonaba en los huesos. Su voz venía desde la oscuridad de las cuevas en donde habitaron los primeros hombres y sonaron las primeras canciones. Por eso su voz, pese al desastre, nos acompaña y nos rehabilita. Una y otra vez. La suya, es una voz que desde siempre ha estado con nosotros.

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