«Cinco esquinas», Vargas Llosa y Fujimori

Es un principio de la vida y obra literaria de Mario Vargas Llosa. Asi lo sabemos por sus propias palabras, comenzando por su “Conversación en la Catedral”, aquella novela de 1969 que “si tuviera que salvar del fuego una sola de las que he escrito, salvaría ésta”.  Transcurre durante el ochenio del General Odría, entre 1948 y 1956 . “Este clima de cinismo, apatía, resignación y podredumbre moral…fue la materia prima de esta novela”, ha dicho.  Lo propio –y con creces– puede decirse de “La Fiesta del Chivo”, en donde su leitmotiv vuelve a ser la tiranía troglodita del general Trujillo en la República Dominicana y las barbaridades sin nombre que sufrieron sus ciudadanos por mas de treinta años, hasta su asesinato en 1961.

Similar trasfondo posee su más reciente novela, “Cinco Esquinas” (Alfaguara, 2016). Aquí, la inmoralidad es cortesía del entonces presidente peruano Alberto Fujimori, y de su Jefe del Servicio de Inteligencia Nacional, “el Doctor”, un innominado personaje existente también en la vida real en la década de los noventa (ahora, al igual que Fujimori, en prisión),  cuando la vida del Perú se despeñaba entre apagones incómodos , terrorismo sangriento de Sendero Luminoso, y secuestros sanguinarios por el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru.  De no haber sido por el toque de queda consuetudinario existente entonces en todo el país, un par de guapas amigas de la alta sociedad limeña no habrían tenido la oportunidad de dormir juntas una noche de atraso, y dar pie a una relación lésbica parte de la trama. De manera aparte, el esposo de una de ellas, luego es extorsionado con fotos comprometedoras durante una orgía, por un director de un medio amarillista y chismografico, desobedeciendo las órdenes de “el Doctor”, arbitrariedad que trae consecuencias terminales para el periodista.

La novela tiene también a un ex recitador de poemas, ahora decrépito física y económicamente, enemigo declarado del editor insubordinado, y además, progresivamente demente, quien pese –o debido– a su desmemoria, es el chivo expiatorio designado por las huestes de la dictadura, torturas de por medio, como autor de ocasión del asesinato del hombre de prensa.  Y finalmente, la periodista segunda a bordo del pasquín, “La Retaquita”, por su pequeña estatura, que es elevada a la dirección del diario y con un sueldazo, luego de la obligada ausencia del director, a condición de que siga de manera inequívoca los lineamientos y directrices por parte de “el Doctor” –atacar y desacreditar a miembros de la oposición fujimorista. La Retaquita, baste decir, demuestra ser, en el transcurso de la novela, una “tímida que sale respondona, benditas sean”.

Quienes esperan una densidad novelesca espesa, tal vez no la encontraran en “Cinco Esquinas”. (Para aquellos con deseos de complejidad novelística “de papel y lápiz”, diríjanse a “La Ciudad y Los Perros” o “Conversación en la Catedral”). Esta novela, en efecto,  es equiparable en complejidad a la deliciosa “La Tía Julia y el Escribidor”, o a la  hilarante “Pantaleón y las Visitadoras”, con la ventaja adicional, en este tiempo de falta de él, que puede fácilmente ser leída de un tirón. Pero, no quepa duda: hay emociones fuertes, tanto de forma como de fondo. Entre las primeras, el capítulo veinte es apropiadamente titulado “Un Remolino”. Vargas Llosa hace alli gala de su técnica formal, con una pirotecnia de múltiples narradores, intercalados con los respectivos distintos puntos de vista de los principales personajes.

En tanto al fondo, los capítulos diecinueve y veintiuno, “La Retaquita y el poder”, en el que tiene lugar la lúgubre entrevista con “el Doctor”; y “Edición Extraordinaria de Destapes”, en el que ella hace gala de su puesto de editora en jefe, reponen el costo de la novela. Estamos ante una obra seria y amena a la vez, seguramente siguiendo el dictum vargasllosiano de que si una novela no es divertida, es una mala novela. “Cinco esquinas” no es poco logro para cualquier novelista, y más aún para un octogenario que ha jurado continuar escribiendo hasta el límite de sus grandes capacidades de creación.

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