Dos lecturas de Shakespeare

Para muchos entendidos las Catilinarias de Cicerón serán los discursos más importantes que nos ha legado la Roma republicana. Sin embargo, quizás las líneas más frecuentemente evocadas en nuestras mentes provengan de una lectura libre de las Vidas Paralelas de Plutarco por parte de un autor isabelino, acusado de ser “un cuervo arribista, embellecido con nuestras plumas que, con el corazón de un Tigre envuelto en la piel de un actor, se siente tan capaz de grandilocuencia cómo los mejores entre ustedes” por Robert Greene en su Groats-Worth of Wit.

Algunos aun leen a Cicerón, poquísimos leen a Greene, casi siempre por ser el primer hombre en opinar sobre un dramaturgo, hijo de concejal, oriundo de Stratford-upon-Avon, llamado William Shakespeare.

El discurso como tal es dado ante una plebe Romana que es también una plebe inglesa, un discurso político de rigor digno de ser enseñado en cursos de retórica. Sirve además cómo un excelente ejemplo del uso de la métrica del pentámetro yámbico, intercalado perfectamente con las interrupciones de los plebeyos actores y contrasta bellamente con el discurso entibiecido que clama previamente Bruto Cepión. Es lo que se esperaría en una buena obra de teatro histórico, ciertamente no estaría más allá de las capacidades de los contemporáneos acreditados de Greene, Marlow o Nash, los otros “ingenios universitarios”.

La antesala del discurso es el asesinato de Julio Cesar, los discursos de los Liberatores y la burla que Cesar lanza sobre los idus de marzo. Lo último que vemos de la escena del asesinato es otro discurso de una índole muy diferente.

Marco Antonio es dejado a solas con el cuerpo de Cesar y profesa ante las heridas carmesí una maldición que brillará sobre los brazos de los hombres y una furia civil que vedará la Italia entera. Nos promete también la imagen del Cesar mismo, tornado en un fantasma Arato que, retornando del infierno, vociferará estragos y desencadenará a los perros de la guerra.

El discurso es interrumpido por uno de los sirvientes de Octavio, quien no repara en el discurso profético, si no en Marco Antonio, turbado y callado, resguardando el cuerpo de su amigo.

Y así Shakespeare descubre o afina para nosotros otra faceta del monólogo, llamémoslo el monologo interno, aquel discurso que es dado por el hablante para sí mismo y obra sobre él un cambio irrevocable.

El monologo más famoso de Shakespeare, quizás el diálogo más famoso en lengua inglesa, carece de oyentes sobre el estrado. La audiencia atiende a una cavilación irresuelta, en la cual el joven Hamlet confronta su duda mientras espera a su amada Ofelia. “To be or not to be” es el germen de una duda imposible de resolver, que luego se prolonga fatalmente en oscuras letanías ante la noche y la calavera de Yorick.

Shakespeare se inspiró en Amleth, una leyenda escandinava que data del siglo trece. Uno de los temas centrales que Shakespeare conserva del mito originario es el de la locura fingida. Sin embargo, el antecesor de Hamlet es un héroe de rigor, lleno de ardid. Hamlet, a diferencia de Amleth o Marco Antonio no profesa ni promete, pues carece de infalibilidad homérica. Hamlet se ve atrapado por su propio ser interior, que constantemente se está expandiendo, y es llevado a un destino malcontento.

Y así, Hamlet se vuelve el antecesor del prototipo moderno del héroe trágico, tan celebrado en el siglo XIX. Figuras como Edgar Allan Poe, Sthendal, Byron y Rimbaud le deben mucho a ese “príncipe oscuro” así como las viles figuras de Dostoievski. Llámese antihéroe a estos personajes tenebrosos, también pregonados en el Don Juan de Tirso de Molina, cuyos mundos interiores son más memorables que sus obrares inútiles y perversos.

El legado de Shakespeare se resume en 38 de las mejores obras teatrales del Renacimiento Inglés, un cuerpo de sonetos de suma importancia y en la invención de una multitud de personajes esenciales. Nos ha dejado además la visión más potente del mundo interior del individuo, aquel espacio intrínseco de la psiquis, que crece y nos define o devora.

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