El sabor de La Habana «as is»

Para nuestra suerte, la tecnología ahora nos brinda otras alternativas a nuestra orfandad cinematográfica.

Si leer a Leonardo Padura es ya, de por sí, una delicia, no podía imaginarlo ambientado en su Habana natal. Lo logra en la serie Cuatro Estaciones en La Habana, estrenada este mes en Netflix, también dirigida por Félix Viscarret y, claro, basada en la serie policíaca de Padura. La emisión televisiva está producida por Tornasol Films y Nadcon Film, y adaptada por el propio Padura, con la asistencia de la escritora Lucía López Coll, hay que mencionarlo, su esposa.

Las historias tienen como personaje central a nuestro teniente Mario Conde, conocido por los lectores asiduos de este noir caribeño –un policía amargado, escritor frustrado, ya entrado en años pero aún atractivo para las mujeres, aunque ninguna relación con las espectaculares cubanas con las que intenta evadir la soledad, le perdure. El aire está cargado de sangre, cotidianidad, erotismo y miseria, como pinta la canción con que inicia cada episodio: “Una vida sucia, un camino obscuro…”. Durante las investigaciones de los horrendos asesinatos cometidos en una capital cubana claramente destruida por décadas de desidia, a través de los deliciosos diálogos que Conde mantiene con su jefe, con sus tres amigotes entre platos típicos, ron y paredes descascaradas, con sus amantes o los testigos de cada caso, nos da un atisbo de la vida al final de la revolución y los entretelones desde sus inicios: los que recibían los favores de, suponemos, el comandante; las intrigas entre “compañeros”; los homosexuales o travestis que al fin pudieron salir del clóset sin ser encarcelados o asesinados; los funcionarios de las temidas instituciones de la revolución que se “compensaron por el sacrificio de la lucha” con las mansiones u obras de arte dejadas atrás por los gusanos que escaparon a Miami; el amigo que se convierte en adventista “cuando ya todo se fue pa’l carajo”… todo está ahí, en esos maravillosos diálogos.

Con una excelente fotografía y una cámara igual de capciosa, Viscarret también nos ofrece algo más que una mirada de lo que, me parece, hasta principios de este año habría parecido prohibido: penetrar en La Habana “as is”. Nos permite, además, asombrarnos con esos majestuosos árboles que brindan sombra a tanto caminante en una ciudad sin transporte o que se estremecen con el ímpetu tropical en tiempos de huracanes; con los restos de mansiones majestuosas o de casas más modestas con su característico estilo español caribeño y nos permite ingresar a esas viviendas que, en otro país, tal vez no serían más que eso: viviendas, pero que en Cuba representan un pasado y un presente míticos -fachadas e interiores devastados por la sal y tempestades marinas y, más aún, por la ausencia de brochas y pintura soviéticas. Padura nos presenta toda este cuadro atravesado por un eje que ya es marca de la isla, no importa bajo qué régimen: el erotismo.

Esta serie es una muestra de ese talento que ha sobrevivido en la isla mayor del Caribe, incluso a pesar de, o tal vez justo debido a, tantas promesas truncadas de democracia desde se independizó de España. Según leí en alguna noticia, desde febrero de este año, los internautas cubanos pueden ya abrir una cuenta y acceder a Netflix desde dentro para ver la serie… si encuentran el ancho de banda adecuado y la plata para pagarla. Un tema más para los diálogos de Padura.

 

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