La roja policía

En ella se veía a una niñita en posesión de un arma y, si no recuerdo mal, la foto exhortaba al fin de un conflicto en que participaban o participan niños.  Lo que esta persona me decía es que no se debe hacer uso discrecional de las imágenes de menores de edad, aunque no dudaba de mis buenas intenciones. Antes de responderle, pensé que sería mejor agradecer en silencio su convicción de que yo no era ni pederasta ni traficante de menores.

Es habitual que en los trabajos de los movimientos sociales o las organizaciones de base se reflexione sobre el lenguaje –y las imágenes- y los presupuestos con que éste se riega masivamente al ser utilizado de determinada forma. El lenguaje, dicen, “crea” realidades, las objetiviza y, argumento tramposo donde los haya, si se cambia el lenguaje se cambia también la realidad.

Hace falta decir que la enorme mayoría del trabajo que hacen las personas en los movimientos sociales es encomiable y necesaria. Pero tal vez haga falta decir, también, que últimamente se ha emprendido una suerte de policía para censurar, corregir, advertir, reprobar y señalar a las personas que no hacen uso de lo que ellas consideran  locuciones respetuosas con todas las sensibilidades que puedan prestarse a sentirse maltratadas. Una policía altanera y arrogante, una policía que no entiende o no quiere entender de disensos y a la que poco le gusta un presupuesto con que creció la izquierda que la engendró: la autocrítica.

Los resultados de esta mojigatería son dos: el primero, una especie de hipernormatividad que ha reemplazado cualquier intento por una reflexión más profunda sobre los mecanismos que son necesarios para emprender un cambio en las relaciones sociales de la gente. El progresismo, qué cosa, ha pasado a convertirse en una policía roja o en una monja que espía a su rebaño para reconvenirle a usar un lenguaje aséptico y universal, una especie de hijo del inglés estandarizado. En ese esmero, la roja policía ha pasado a ser aquello contra lo que más luchó: la reacción conservadora a la que le escandaliza cualquier tipo de crítica y anatemiza a quien combate los facilismos con los que se ha enganchado la lucha social, especialmente el humor, la inventiva, la sátira o la ironía.

El otro resultado es aún peor: en esos trabajos parece haberse perdido una porción sustancial, si no de empatía, al menos sí de ambición. Como parece imposible cambiar la realidad de las prácticas sociales, el gigantesco pantanal de segregaciones, maltratos, prejuicios, injusticias y deslealtades, se ha optado por meter la basura debajo de la alfombra y, a través del uso de palabras pasteurizadas, creer que se está haciendo la revolución de la igualdad o la emancipación.

Nada más falso que esto. Pero casi todos parecen darse por satisfechos fungiendo de censores o anulando el conflicto. Una opción facilísima y extrañamente burguesa, aunque ése sea el segmento de la población al que se le echan más pestes. Así nos va, señoras y señores, niños y niñas, amigxs y demás sandeces. (O)

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