Gordo y calvo, en Bélgica

Este es precisamente el tema de la novela La muerte de Napoleón (1986), del escritor Simon Leys, que narra una ingeniosa situación: desterrado en la isla de Santa Elena, Napoleón Bonaparte añora el sitial que antaño tenía. Por eso acepta que una organización clandestina vuelva a colocarlo en el poder y que lo ayude a escapar dejando a un doble en su lugar. Una falla en los planes lo obliga a desembarcar en Amberes (Bélgica) y no en Burdeos (Francia), como estaba establecido.

En la larga travesía oceánica Napoleón viaja disfrazado de grumete y debe realizar humillantes tareas de limpieza, pero “su verdadero ser existía en otra parte, en un frío sueño que volaba al encuentro del futuro, ¡dirigiéndose a Francia y a los imperios que habrían de venir!”. Este Napoleón –que en el barco no era nadie– no sabe pisar el suelo firme de la realidad. Es más, como este auténtico Napoleón, a pesar de que adopta otra identidad con el nombre de Eugène Lenormand, se parece sin duda a Napoleón, los rudos marineros lo apodan Napoleón, en son de burla. Toda una lección para quienes se creen intocables.

En Bélgica, Napoleón tiene que vérselas sin nadie que lo ayude. En verdad, la Francia de su imperio ha seguido viviendo sin él. Incluso descubre que el campo de batalla de Waterloo, para él glorioso, ahora es un destino turístico guiado por personas que no tienen idea de la historia y que se inventan cuentos para atraer a los turistas. El guía del tour dice de Napoleón que era un vampiro: “Lo que lo mantenía activo era nuestra sangre”. Gordo y con avanzada calvicie, Napoleón significa ya muy poco para sus compatriotas. Y, necesitado de afecto, termina en brazos de La Avestruz, una posadera.

La novela de Leys es un espectacular relato sobre el delirio de quienes se sienten elegidos para permanecer eternamente en una función, sin darse cuenta de que su mando está acabado. El relato se abre con una cita de Paul Valéry: “Qué lástima ver una mente tan grande como la de Napoleón dedicada a asuntos triviales como imperios, sucesos históricos, el estruendo de cañones y hombres; él creía en la gloria, en la posteridad, en el César; le copaban su atención la confusión de las naciones y otras bagatelas… ¿Cómo no pudo ver que lo verdaderamente importante era totalmente otra cosa?”.

Eugène le confiesa a su compañera que él efectivamente es Napoleón; ella, incrédula y muerta de miedo, teme por su estado de salud mental. En el posimperio ya nadie necesita a Napoleón, y él mismo lo reconoce, pues “el logro más brillante de su pasada carrera había sido nada menos que un sueño del cual, finalmente, él se estaba despertando”. El Napoleón de la novela (hay una película de Alan Taylor, Las nuevas ropas del emperador, basada en el libro) pasa sus días vendiendo melones en las calles de París y comprobando que sus colaboradores más corruptos se han vuelto destacados ministros y burócratas del nuevo régimen. (O)

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