Defensa del paisito (consideraciones sobre un artículo de Roberto Aguilar)

Acaso porque tiene su buena cuota de verdad; acaso porque calza perfectamente con el despecho que el correísmo y sus trasvases políticos causan a medio Ecuador. También porque lo más cómodo es sentirse ocasionalmente parte de un grupo de trogloditas, marcando prudentes distancias –ese vicio tan clasemediero- para diferenciarse de la plebe, cuando sea necesario, a través de la denuncia furibunda.

El problema con el artículo de Roberto Aguilar, pese a su valentía, es que propone una versión facilona y demagógica del país y sus habitantes, siempre eslabonada al correísmo, una época ciertamente decisiva, pero insuficiente para caracterizar casi dos siglos de historia republicana. Al Ecuador se le notan las pústulas en muchísimos dominios, cierto; uno de ellos es la bajeza con que alguna de su gente trata a los extranjeros más débiles. Pero no son todos ni son todos los extranjeros. Ni toda la culpa de ello tiene Alianza País y su Amado Líder.

Aguilar escribe un paisaje incompleto y, más grave aún, sufre de un nihilismo que acarrea una pulsión de inmovilidad, como si ante ese escenario no quedara nada más que hacer que lamentarse por la mala suerte de haber nacido en un pequeño paisito de mierda, una región de morbosos psicóticos que persiguen a mujeres exuberantes –no Roberto, no todas las mujeres caribeñas son “exuberantes”, ni “desinhibidas” ni “voluptuosas”- y certifican, en ese trato, su provincianismo, endogamia y propensión a parecerse y justificar a Rafael Correa.

Ese inmovilismo y anomia es la que le viene a pedir de boca al proyecto de la revolución turra. Porque ante tal desconsuelo y depresión, lo único que parece salvarle al país es la selección o un gritón prepotente, que ahora anda perdido con su escolta española haciendo el ridículo en Bruselas, pero amenaza con volver como una maldición latente. Y es, además, lo que le refrenda a toda una tradición de pensamiento regional, que ha visto en el Ecuador un terreno estéril e improductivo, donde el pensamiento, las resistencias, las iniciativas y la política son prescindibles, como sus broncos y cerriles ciudadanos. ¿Quién nos va a dar clase ahora, entonces? ¿Quién nos enseñará a ser ejemplares con los extranjeros y a desanclar los ojos cuando aparece una mujer venezolana? ¿No estamos hartos ya de que venga cualquier zopenco con aires tutelares a certificar la barbarie del país y a querer vender su teoría mágica?

Hay que pedirle a Roberto Aguilar menos retórica y más historia. El Ecuador, insisto, puede llegar a ser temerario, despreciable: nada justifica el abuso a las mujeres inmigrantes. Pero fue un saludable laboratorio de emancipación social durante el siglo XX. Vio, en las primeras décadas del siglo XX, a una organización indígena que forzó su ingreso a un –incompleto- proyecto de ciudadanía. Es uno de los territorios que más refugiados recibe en todo el mundo. Y es, afortunadamente, un país donde aún existe cierta cohesión comunitaria que, pese a los últimos diez años, todavía mantiene un tejido social que ha plantado cara al control casi omnímodo de lo público. Él bien lo sabe, porque pudo advertir la indignación ciudadana y comunitaria que el torpe alcalde de Quito despertó cuando quiso hacer obras de Mesías sin saber amarrarse los zapatos. Todo esto es ser algo más que excremento.

“Uno lee a Pérez Reverte”, escribe Roberto Aguilar, “en los que pinta a España como un país de miserables y estúpidos (…), y se imagina las reacciones que semejante afirmación acarrearía de ser trasladada al Ecuador. Aquí no se puede decir tal cosa, nuestros complejos no lo permitirían”.
Yo digo que parte de nuestros complejos viene por asumirnos como imbéciles y mediocres y miserables y estúpidos, como si no hubiéramos hecho nada mejor que merecer una tierra infame. Ya basta del complejo de Roberto Aguilar, que es el mismo que ha permitido que cada charlatán llegue al país a vanagloriarse de sus cuatro pendejadas, y que es el mismo que carbura a la revolución ciudadana a través de un nacionalismo tóxico y reactivo. Ya basta de ese complejo, ese sí provinciano, de pensar al paisito como una deriva barata de un continente ya derivativo de las “grandes naciones”.

A Roberto Aguilar le vendría estupendo dejar de leer a Pérez Reverte, que puede darse el lujo de decir eso de España desde su yate anclado en las costas de Murcia, jugando a ser el niño malvado de la reacción española, a la que divierte con sus berrinches. Le convienen los libros de Elvira Navarro, de Marta Sanz, cronistas no de un “país de mierda”, sino de un territorio enmarañado, contradictorio, justo como el Ecuador, y asimismo resistente a gente que, como él, cree que con la pataleta verbal se va haciendo crítica.

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