Arte de viajar

Se ha vuelto vulgarón y devaluado presumir las propiedades. Tal vez porque a plazos, descerrajándose el lomo o heredando, cualquiera puede cumplir con el sueño del siglo pasado de encajar en un decente círculo de posesiones que le salva de la ignominia de la pobreza y la renta.

Debería haber un antes y un después de la serie gringa “Sex and the City”. Como lo recrean sus personajes, parte del triunfo de la economía de servicios sobre la de los objetos tangibles, resulta en el relevo de lo que se paga, pero no se toca, en tanto posesión más codiciada. La ansiedad por diferenciarse sigue siendo la misma, por supuesto, y algo había de suplir a los metros cuadrados o los cilindros cúbicos. Parece que el refrán de “lo viajado nadie me quita” sustituyó al de “tener casa no es riqueza, pero no tenerla es pobreza”.

Viajar como muestra de diferenciación y credencial para probar que uno está por encima de los demás, ha superado a cualquier herramienta de propósito ascensionista. Si uno abre las redes sociales, lo primero que se anuncia en el perfil de sus seres queridos es la larga lista de viajes que han emprendido. Ante la saturación de las fotos con palos de selfie, hoy emerge el encanto de la fotografía del detalle, la imagen de un momento único o el exotismo de los espacios recónditos.

Esto es una ficción, por supuesto. Una vacua y pretenciosa ficción, que tiene como valedores a decenas de millones de ingenuos que creen que por hacer de bestias de carga de mochilas pesadísimas tienen acceso a una experiencia única, fuera del circuito de los viajes almidonados en hoteles lujosos. Lo cierto es que, más temprano que tarde, se crearon mercados que simularon la experiencia del conocimiento prístino y, tal y como les pasó a los niños bien de la Europa occidental, que viajaban a Grecia e Italia durante los siglos de la Ilustración para “darse mundo” y adquirir esa farsa que le dicen “cultura clásica”, los periplos no produjeron seres más sensibles ni más receptivos ni, menos aún, más empáticos frente a la otredad. Ni siquiera más sabios, en el sentido letrado de la palabra.

Han logrado, eso sí, que haya oferta para todas las opciones de desplazamiento: fugas amorosas anónimas, estancias prolongadas en un mismo país o ciudad, sobrevuelos exasperados sobre la mayor cantidad de superficie posible.

Como toda experiencia, la del viaje –lo mismo que la de la lectura, lo mismo que la del dolor- no aporta nada en sí misma. Es el reordenamiento de la experiencia, ese ejercicio de modelación de lo sucedido, lo que provoca estimulación o crecimiento. Lo que concede, todavía, es un halo de estrellato en un campo repleto de esforzados que se preocupan, cada cual, por hacer gala de sus miradas estilizadas. Se prefiere pagar para no verse solo, a ahorrar para evitar el dolor de verse a sí mismo.

Admito haber entrado en esta espiral agotadora, aunque sí he visto otros viajes, uno de los cuales llevó a fin una persona que recorrió por varias semanas una pequeña parte del Cono Sur con una cámara de fotos análoga que presentaba un problema de enfoque. Esto le obligaba a detenerse con paciencia y arritmia a calibrar su lente, fijándose con meticulosidad en el cambio de la luz, las estrategias de manejo de la rutina de los locales, y las sorpresas pequeñas que traen los eventos inesperados. Rezagada ante nuestra voracidad de comer paisaje, esta persona obtuvo, por su precariedad instrumental, el raro goce de aprehender la singularidad del movimiento, la imagen y el tiempo, no sin haber pagado el peaje de nuestra impaciencia.

Toda la impostación y mitificación del viaje debería provocar una defensa ciega de la quietud y el sedentarismo que obligue, como le tocó a Xavier de Maistre en 1794, a verse a uno mismo, solo, a lo sumo en inmerecida compañía de sus perros, horas y horas frente a la geometría de un lugar y al retrato que regala el espejo. Pero tal vez se arrebate incluso ese baratísimo privilegio, y entonces aparezcan los gadgets que muestran a los demás esas reiteradas y mal disimuladas soledades.

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