El país más seguro del mundo

Sergio Ramírez Mercado
Masatepe, Nicaragua

La imagen de Nicaragua fue vendida largo tiempo como la de un país seguro. El más seguro de América Latina, sino del mundo entero. Libres de pandillas juveniles entregadas a la extorsión y el crimen, de cárteles del narcotráfico disputándose territorios a punta de bala, de asaltos en plena calle, de robos con violencia en los domicilios.

Mientras tanto, había que apiadarse de nuestros desgraciados vecinos del norte de Centroamérica, Guatemala, El Salvador y Honduras, donde los más ricos se han obligado a vivir en guetos amurallados, y los menos afortunados enrejar sus casas en los barrios y a resguardarse temprano.

Desde hace pocos meses esa leyenda publicitaria de colores tan atractivos se ha desplomado por los suelos, igual que los ostentosos árboles de la vida que infamaban el paisaje de la ciudad de Managua, aunque aún queda intacta una parte de ese bosque absurdo. En eso de desplomarse, a la fama de país más seguro le ha ido peor, porque no queda nada de ella.

A la luz del día, y como si se tratara de un documental sobre el ISIS, el Estado Islámico, caravanas de hasta cuarenta camionetas de doble cabina Hilux se desplazan cargadas de racimos de enmascarados con armas de guerra sembrando el terror en los barrios, y cualquiera que cruce la calle en busca del bar de la esquina para tomarse una cerveza, corre el riesgo de que el certero tiro de un francotirador le desguape la cabeza.

Las barricadas que los ciudadanos levantan en ciudades como Jinotepe, Diriamba, León, Masaya, Matagalpa, Jinotega, y algunos barrios del oriente de Managua, tienen el declarado propósito de impedir el paso nefasto de las Hilux, a las que la gente llama ya las “carreta naguas” por el símbolo de muerte en que se han convertido.

Hemos incorporado a nuestra vida cotidiana un toque de queda autoimpuesto, pues solo los más osados, o urgidos de alguna diligencia impostergable, se atreven a salir de su casa después de las seis de la tarde. Las reuniones familiares se han trasladado para los mediodías, y los restaurantes y clubes nocturnos languidecen, amenazados por la quiebra.

Ni siquiera en Tegucigalpa o en San Pedro Sula es posible ver, como en Managua, a sicarios de civil, los rostros cubiertos con pasamontañas, apostados en las alturas de los pasos peatonales de las calles muy traficadas, armados de un fusil de guerra.

En San Salvador, hace un par de años, una pandilla dueña de un barrio quemó, con todos los pasajeros adentro, a una buseta solo porque transportaba pasajeros desde un vecino “barrio enemigo”, y el fuego consumió a todos los ocupantes. Aquí vimos algo igualmente atroz: toda una familia, incluidas criaturas, calcinadas por el incendio de una vivienda, pero con una grave diferencia: según testimonios de familiares sobrevivientes, de valerosos vecinos, y filmaciones de cámaras de seguridad, a la casa le pegaron fuego agentes de la Policía, debidamente uniformados, en el curso de una operación conjunta con las fuerzas paramilitares.

“Operación limpieza” llaman a estas acciones las autoridades policiales, como hace cuarenta años el régimen de Somoza usaba la misma expresión en sus comunicados oficiales para anunciar sus exitosos ataques a los barrios orientales de Managua, Estelí, León, Masaya, los mismos escenarios de hoy, donde igual que entonces se han erigido intrincadas redes de barricadas.

La tasa de asesinatos, solo por causa de la represión, amenaza con crear un récord negro en el país, para entrar a ponernos en pie de igualdad con nuestros desconsolados vecinos centroamericanos, sin sumar a esto femicidios y homicidios comunes.

Y lo peor será que estas hordas queden sueltas para después, y se vuelvan parte de nuestro paisaje cotidiano, pues así con la impunidad y complicidad que actúan, no tienen como no echar raíces.

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