El genocidio de los indígenas

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

La carta que el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, dirigida al rey de España y al Papa, exigiendo que ambos Estados pidan disculpas a México por los abusos cometidos durante la Conquista, puso en evidencia al mandatario como un adolescente de izquierdas, no como un estadista maduro y serio.

En su carta, López Obrador desea que se cree un grupo para hacer “una relatoría de lo sucedido (durante la Conquista) y a partir de ahí, de manera humilde, aceptar nuestro errores, pedir perdón y reconciliarnos entre todos”.

Más que reconciliación, lo único que logró el mandatario, fue encender los ánimos. Así, el escritor Arturo Pérez-Reverte escribió en su cuenta de Twitter: “Si este individuo se cree de verdad lo que dice, es un imbécil. Si no se lo cree, es un sinvergüenza”.

El que puso un rasgo de cordura fue el escritor peruano Mario Vargas Llosa durante su participación en el VIII Congreso de la Lengua que se realizó en Córdoba (Argentina). Dijo que López Obrador “Tenía que habérsela enviado a sí mismo y responder por qué México, que se incorporó al mundo occidental hace 500 años y desde hace 200 disfruta de plena soberanía como país independiente, tiene todavía a tantos millones de indios marginados, pobres, ignorantes y explotados”.

Y luego, algo que nos toca de cerca, agregó que “Todos los presidentes latinoamericanos” tendrían que hacerse la misma pregunta “porque ningún país ha resuelto esa injusticia proverbial hacia los indígenas”.

Cuando se toca este tema, se olvida de manera voluntaria o involuntaria, que la ciudad de Tenochtitlán cayó en manos de Hernán Cortés que comandaba un gigantesco ejército compuesto por un centenar de españoles y miles de indígenas que se unieron a él cansados de las incursiones que realizaban periódicamente los aztecas para capturar prisioneros necesarios para sus sacrificios humanos.

El sacrificado era puesto sobre la piedra del altar y el sacerdote, con un cuchillo de sílex o pedernal, le abría el pecho y le sacaba el corazón mientras estaba vivo. Una vez muerto lo despeñaba por las escaleras de la pirámide para que fuera comido por los asistentes al oficio religioso.

En su mismo discurso, Vargas Llosa insistió en una idea que he venido exponiendo desde hace varios años en esta misma columna: el verdadero genocidio de los indígenas americanos comenzó con la república. Los ejemplos abundan. En los Estados Unidos figuran las masacres de Wounded Knee y Little Big Horn, esta última protagonizada por el general George Custer.

En el otro extremo, el general argentino Juan Manuel de Rosas, el héroe de la Campaña del Desierto, llevó a cabo la misma misión. Charles Darwin en su libro “Viaje de un naturalista alrededor del mundo” anota: “El gobierno de Buenos Aires organizó hace algún tiempo para exterminarlos (a los indígenas) un ejército al mando del general (Juan Manuel de Rosas”) (Ediciones Miraguano, Madrid, 1999, p. 71).

Y más adelante escribe: “Se incendia la llanura para achicharrar a los indios que puedan ser rodeados por las llamas, pero principalmente para mejorar los pastos” (p. 112). Y viajando por la Patagonia recoge esta opinión de la gente sobre la labor de Rosas: “La guerra más justa de las guerras, puesto que va dirigida contra los salvajes” (p. 117).

Entre los años de 1960 y 1970 nosotros también tuvimos nuestro genocidio de los Axé por parte de quienes querían quedarse con sus tierras y su madera. El caso llegó a tratarse incluso en Naciones Unidas. Y la denuncia le costó el exilio al padre Bartomeu Meliá S.J.

Lastimosamente se me acabó el espacio y se queda en el tintero el caso de los Bandeirantes, los indígenas Chiquitos de Bolivia y otros casos más recientes.

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