La vida exagerada de Alan García

Carlos Jijón
Guayaquil, Ecuador

Debo haber conocido a Alan García en 1984. Yo había llegado a Lima, enviado por la revista Vistazo para escribir un reporte sobre lo que entonces era una incipiente guerrilla llamada Sendero Luminoso, y había entrado en contacto con uno de los más importantes periodistas que en esa época había en Perú, don Guillermo Cortez Núñez, entonces director del diario Expreso de Lima, y que durante la dictadura militar peruana de los setenta había huido a Guayaquil, donde trabajó como editor de Vistazo.

Don Guillermo, a quien yo no conocía más que de referencia, se portó espléndido. No solo me ayudó a organizar mi viaje a Ayacucho, sino que un día antes de que retorne me invitó a que lo acompañe a un almuerzo en el Club de la Banca, en que los principales directores de los periódicos se reunían con joven político al que describían como el más brillante de su generación. “Le dicen Caballo Loco”, me confió. “Y va a ser Presidente del Perú”.

Yo tenía 20 años y Alan García poco más de 30. No recuerdo mucho de ese almuerzo, salvo la impresión que me produjo ese hombre alto y carismático, a quienes todos escuchaban como a un oráculo. Pero meses después, ya en Guayaquil, leí que se había candidatizado a la presidencia.

Era el segundo gobierno de Fernando Belaúnde y  Lima era entonces una ciudad lúgubre, la capital de un país pobre que acababa de salir de una dictadura militar que había arruinado la economía.  Alan, que era un socialdemócrata, se enfrentaba a Alfonso Barrantes, un hombre de unos 50 años,  comunista, exalcalde de Lima, ante quien el candidato del APRA parecía una estrella de rock. No ganó en primera vuelta, pero la diferencia que había obtenido ante Barrantes era tan grande, que ocurrió un milagro que no he visto nunca más: Barrantes renunció a la segunda vuelta y Alan asumió al poder.

El fracaso fue estrepitoso. Pero eso fue después. Al comienzo, Alan se convirtió en una de las grandes esperanzas políticas del continente. Quizás solo Lula da Silva despertó luego tanto entusiasmo. Gran orador, de enorme carisma, García tuvo unos años de gloria. Fue en esos días que lo volví a ver, cuando viajó a Ecuador, invitado por el Presidente Rodrigo Borja para lo que sería a primera visita de un presidente del Perú a Ecuador. Los jóvenes de hoy no pueden entender que nunca antes, desde la guerra de Tarqui, en 1829, ni un solo presidente peruano hubiera visitado Ecuador.

Era tanto el tabú, que no se atrevió a pisar Quito, sino que se reunieron en Galápagos, en el marco de una cumbre de presidentes latinoamericanos. Yo, que había pedido una entrevista, tuve la fortuna de entrevistarlo a bordo del avión que nos llevó de Guayaquil a las islas, sentados codo con codo, y con el Canciller del Perú sentado en frente.

Nunca más lo volví a ver. Pero recuerdo el desastre de sus últimos años, cuando su política de expandir el gasto público, como motor de la economía, colapsó cuando el dinero se acabó, y la inflación sobrepasó el 6000%. Salvo la catástrofe venezolana provocada por el chavismo, ningún otro país latinoamericano ha tocado fondo como el Perú en esos años de Alan García, agravados por los ataques inmisericordes de Sendero Luminoso y las denuncias de corrupción que hacía la prensa.

Yo no estuve ahí, pero por algún motivo tengo grabadas en mi mente las imágenes de la concentración de repudio contra la pretensión de estatizar la banca privada como vía para solventar la crisis. La lideró Mario Vargas Llosa, que esa noche se convirtió en el candidato de la derecha. Alan lo ubicó de inmediato como su enemigo, y determinó también quién lo podía derrotar: un desconocido hijo de migrantes japoneses llamado Alberto Fujimori, que con la promesa de hacer todo lo contrario de lo que prometía Vargas Llosa, se convirtió en el abanderado de la izquierda con el apoyo del régimen.

Tras ganar, Fujimori adoptó el programa de Vargas Llosa. Y dos años después, cuando se declaró dictador, ordenó capturar a Alan García por las acusaciones de corrupción que existían en su contra. No pudo hacerlo porque cuando el Ejército entró a su casa no lo encontraron: se había escondido en un tanque de agua en el techo, y en la madrugada, saltó al tejado de la casa vecina. Poco después apareció en Colombia, donde pidió asilo.

Lo busqué en Bogotá, sin éxito. Un vecino de la casa donde vivía me explicó que aunque oficialmente esa era su casa, en realidad pasaba largas temporadas en París. Con el tiempo, Francia le concedió asilo y vivió ahí cómodamente durante todo el tiempo que duró su exilio.

Un día, ya terminada la dictadura fujimorista, supe que había regresado al Perú y hasta se candidatizó otra vez a la Presidencia. Pensé que era imposible que pueda ganar: el recuerdo del desastre de su administración, la pobreza en que sumió al país, y los escándalos de corrupción eran tan grandes que lo juzgué improbable. Perdió ante Alejandro Toledo, pero lo volvió a intentar, alegando que había aprendido de los errores del pasado, y pedía la oportunidad de salvar al Perú del chavismo de Ollanta Humala.

Cuando increíblemente ganó pensé que era la segunda vez que Alan García libraba al Perú del comunismo. Increíblemente también, hizo un gobierno notable. Si bien no hizo más que seguir la receta liberal implantada por Fujimori (esa que había ofrecido Vargas Llosa) y que ningún presidente posterior se atrevió a variar, que le permitió a Perú crecer durante largo tiempo a un ritmo superior al 5% del PIB de manera sostenida, sacando a una gran cantidad de peruanos de la miseria.

Por esos años vino al Ecuador, invitado por el Presidente Rafael Correa. No lo  busqué entonces, pero una frase que dijo me confirmó lo brillante que era: “Veo con simpatía al Presidente Correa, porque me recuerda cuando yo era joven”. Correa lo abrazó agradecido. ¿Quién podía imaginar entonces que ese hombre que estaba en la gloria, pocos años después iba a pegarse un tiro en la cabeza para evitar ir a la cárcel?

El tema ya lo  había escrito Sófocles 400 años antes de Cristo. Que un día estamos en la cúspide, y otro podemos rodar por un abismo, es la trama de Edipo Rey. Un día eres el hombre más poderoso de Tebas y compartes el lecho con una mujer que amas, y otro puedes caminar errante como un vagabundo ciego. Ayer dominabas todos los poderes, hoy tuiteas desde un ático. O como Alan García, el joven político de 35 años que llegó a la Presidencia del Perú y se convirtió en la esperanza de un continente, y terminó suicidándose envuelto en acusaciones de corrupción. Pocas palabras tan acertadas como aquellas con las que termina Edipo Rey: Nadie puede saber si su vida ha sido feliz o desdichada, sino hasta el día de su muerte.

Más relacionadas