Contra el pensamiento hegemónico

Antonio Villarruel

Quito, Ecuador

No otorga ni altas instancias ni honores oficiales porque las altas instancias y los honores oficiales viven de la buena imagen coyuntural y la tramposa etiqueta de la democracia representativa. Pero sí concede admiración y respetabilidad –qué cumplidos caducos hoy día. Ir en contra del pensamiento hegemónico se ha convertido en Ecuador, como en buena parte de los círculos académicos y culturales latinoamericanos, gringos y europeos, en un ejercicio casi suicida. Lo que hoy es feminismo ayer fue ecologismo. Lo que antes fue pachamamismo fue, más temprano todavía, romanticismo guerrillero. Quiero pensar que en todos ellos hay un rastro de indeleble sensibilidad y una desesperada pugna por revertir injusticias patentes.

No siempre es así, sin embargo. Porque me parece imposible un feminismo no comprometido con el cambio radical, ya en la cultura, ya en el trabajo, ya en el ordenamiento social, ambiental y, principalmente, económico. Y no hay casi nadie dispuesto a eso. Mejor que funcione en solitario, sin un entronque que interpele su propio carácter condescendiente y autorreferencial. Por eso, aquí quiero referirme a los escépticos. A esos aguafiestas que no quisieron ser cajas de resonancia de la moda intelectual a la orden del día. Aquéllos que tuvieron que soportar las bravuconadas de las redes sociales y ser, frecuentemente, afrentados por la difamación.  Cargaron con estigmas que no les correspondían: palabras que no dijeron, ideas que simplificaron, críticas que interpusieron y se asumieron como serruchazos a puestos de trabajo de la policía de la etiqueta mental.

Con esa gente, inconforme y heterodoxa, se ha tejido lo mejor del pensamiento y las artes contemporáneas. Han trabajado en sus proyectos artísticos e intelectuales durante años, guardando amistades entrañables, dando oxígeno a la rebaba repetida por un redil de fervorosos recienvenidos. Evidentemente: desde la potestad del poder y los beneficios de la adulación es imposible crear fisuras, aunque se vendan como posibilidades disruptivas e innovaciones en su género.  

Así, la trayectoria académica y la militancia de Alejandra Santillana Ortiz, militante feminista radical, marxista convencida y reggaetonera insoslayable, quien ha trabajado con las parejas de trabajadores de las grandes bananeras ecuatorianas, con mujeres negras abusadas, con empleadas domésticas y movimientos indígenas. Frente a la abrumadora evidencia de que todo está perdido, Alejandra se las ha ingeniado para montar un proyecto que eduque políticamente a las mujeres más pobres de la costa en salones de belleza, los últimos refugios de su dignidad. No me equivoco si digo que es nuestra mejor pensadora política.

Así, la obra barroca y compleja de la historiadora ecuatoriana Valeria Coronel, quien todavía sostiene que el califato de Rafael Correa fue el mejor gobierno de la historia republicana del Ecuador –y argumentos no le faltan. Valeria Coronel ha construido un solidísimo cuerpo de investigación centrado en las tempranas iniciativas de los indígenas ecuatorianos para obtener representatividad política y respeto a su subjetividad. Ha colocado la huella filosófica del crítico alemán Walter Benjamin en los Andes y, milagrosamente, la ha hecho funcionar.

Así, la huella literaria de Leonardo Valencia, el narrador que acaba de publicar la mejor novela ecuatoriana de los últimos veinticinco años, un ejercicio de crítica plástica abrumador y sensibilísimo, en un registro literario inusual en estas latitudes. Moderado políticamente, Leonardo no votaría lo mismo que yo. Mejor para mí: es un intelectual formidable. Así, las performances de Bacha, DJ Blackwoman, mujer que contiene todas las sexualidades posibles, la más radical programadora de la escena nocturna quiteña, negra por convicción y genealogía, recicladora del pop más inverosímil y sabia en su humor paquidérmico. Así, la obra poética y narrativa de Fernando Escobar Páez, injustamente vilipendiado por su sentido del humor, su irreverencia y su heterodoxia política. Escobar Páez es autor estos versos, hermosos y terrenales: “Yo les dejo el mundo / las grandes luchas / y los grandes amores, / tengo los ojos en llamas / y un árbol favorito para mear / que es lo mejor de todo”.   

No los une otra cosa que una feroz originalidad y una capacidad inusitada para interpelar nuestra comodidad y estimular nuestra inteligencia. No pretendo que ellos estén de acuerdo conmigo –no lo harían jamás. Menos aún que se quieran. Valores culturales como son, no se prestan para ser ventrílocuos de nadie ni frecuencias repetidoras del pensamiento corporativo académico y del corrillo cultural. Como el crítico Edward Said, quien después de dar clases en Columbia iba a lanzar piedras contra la ocupación israelí, son la muestra vivísima de las virtudes de la autonomía intelectual y la valentía estética. Ojalá que, más temprano que tarde, veamos epígonos que les correspondan. Mientras tanto, muchas gracias, de verdad. 

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