Falsa brisita bolivariana

Víctor H. Becerra

Ciudad de México, México

Chile está sumido en un período de turbulencia, como también sucede en Ecuador, Costa Rica, Argentina, Perú, Bolivia, y hasta España. En esas circunstancias, América Latina parece de a ratos un campo de batalla, una decadente Ciudad Gótica en ls remake de Joker.

Pero el problema descollante lo tiene Chile, ciertamente. Desde una inicial inconformidad estudiantil por el encarecimiento del metro de Santiago, las protestas han desembocado en una supuesta demanda de terminar con el modelo socioeconómico que ha tenido Chile en los últimos 45 años y que lo llevaron a ser el país con mejor calidad de vida de Latinoamérica. Para algunos analistas, en vistas de las protestas, el modelo chileno fracasó y los jóvenes lo rechazan.

No obstante, si observamos más de cerca, Chile no solo tiene el ingreso per capita más alto de la región, el cual se ha cuadruplicado desde 1975, sino que también tiene los menores índices de pobreza, el mejor índice de desarrollo humano, la mejor educación según las mediciones internacionales y la mayor movilidad social ascendente, incluyendo una drástica reducción de la desigualdad. De hecho, en 1990, casi el 70  % de los hogares chilenos vivía en condiciones de pobreza. Hoy esa cifra es del 8,6 %. Chile ahora es más igualitario que en 1990 y es el primer país latinoamericano en encontrarse a las puertas de ser un país desarrollado. Si hay un país latinoamericano exitoso en incorporar a los pobres al desarrollo, durante las últimas dos décadas, ha sido Chile precisamente.

Como respuesta a las protestas, y en lugar de defender el modelo chileno de mercado, el presidente Sebastián Piñera respondió con una «agenda social», es decir, mero keynesianismo puro y duro. Aunque en realidad, conociendo la anterior gestión de Piñera, pocos pueden decirse sorprendidos por esa decisión.

Dejando a un lado las causas y su solución provisional, quizá la parte más llamativa del conflicto ha sido la creencia de que grupos financiados desde el exterior están detrás de las protestas en Chile y, en general, en América Latina. Así, Cuba pondría los cuerpos de inteligencia, el régimen de Maduro el dinero y Rusia la operación en redes sociales para sembrar la desinformación e incentivar las protestas. Pero todo han sido suposiciones, sugerencias, atribuciones de que los gobiernos de Cuba y Venezuela están detrás de los grupos violentos, de delincuentes sin control, que terminan por dañar severamente a los más pobres que supuestamente defienden.

En realidad, no hay nada que sustente dicha idea, excepto meras palabras, incluyendo las de una nueva xenofobia en nuestra región, que usa las protestas para hablar en contra de los migrantes, o las del propio chavismo que llamó a las protestas «una brisita bolivariana» y se las adjudica, instrumentalizándolas para aparentar una fortaleza que no tiene.

En lo personal, considero que creer en grupos malignos y todopoderosos es un escudo, un refugio mental y, también, signo de una gran flojera intelectual. Significa azuzar las emociones y usar el espantapájaros de una falsa confrontación ideológica. Pero incluso si tales gobiernos estuvieran detrás, tal vez sería su respuesta (¿legítima?) a los pedidos de intervención militar en Venezuela, hechos por tantos que desde sus cómodos cubículos universitarios o de sus mesas de trabajo, piden que soldados brasileños o colombianos o de donde sea, se sacrifiquen a favor de sus ideas y «salven» a los propios venezolanos de lo que ellos eligieron reiteradamente y han sido incapaces de unirse para desmontar.

Atribuir al Foro de São Paulo, al Grupo de Puebla o a la «Liga de la Justicia» (sic) los problemas, inconscientemente nos exime de una revisión de lo que posiblemente hemos hecho mal, de lo mucho que como liberales nos falta por hacer y de la cuestionable trayectoria de los gobiernos y políticos que defendemos. Las «teorías de conspiración» solo nos disculpan, eximen y nos evitan mirar nuestros errores.

Tal vez lo que pasa en Chile y en otros países es solo una natural reacción de las clases medias que ante la ausencia de reformas y frente a una desaceleración económica precisamente por la falta de  dichas reformas, por la cercanía de una recesión mundial y por la muy prolongada caída del precio de las commodities, con el consecuente deterioro del clima de inversión. Se asustan ante la expectativa de volver a la pobreza y quieren mantener su nivel de vida, mejores servicios públicos y mayores oportunidades, y en consecuencia, luchan y se insurreccionan. A este cuadro. no le veo sospechosas casualidades ni malignas maquinaciones clandestinas, sino una simple sincronicidad en causas, ánimos y efectos.

En tal sentido, quienes interpretan las protestas en Chile y otros países como un rechazo al libre mercado, se equivocan. Y si algunos manifestantes efectivamente lo rechazan, también se equivocan lamentablemente. Lo que nuestros países requieren son más reformas de mercado. Las soluciones de izquierda, ya lo sabemos, no lograrán un mayor bienestar entre nuestras sociedades, sino al contrario: lograrán la igualdad en la miseria, excepto para los políticos que lideran el proceso de «justicia social». Lo vemos todos los días en Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, México y demás.

América Latina es gobernada hoy por regímenes socialistas, desde el socialismo light hasta el rojo oscuro. Todos tienen malas cuentas que entregar. Excepto Chile. Así que si algunos manifestantes chilenos y varios pseudointérpretes de lo que allí sucede desean subsidios al por mayor, servicios «gratis», economías cerradas y protegidas, sindicatos todopoderosos, intervención estatal arbitraria, que se muden a cualquier otro país de América Latina. Allí tenemos de sobra lo que piden. Quedarían muy contentos, aunque también muy pobres.

  • Víctor Hugo Becerra es periodista mexicano. Su texto ha sido publicado originalmente en el sitio PanamPost.

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