Carta abierta a Residente

Samuel Uzcátegui

Quito, Ecuador

Señor René Pérez Joglar:

Me disculpa que le llame por su nombre de pila, pero luego de escuchar su última canción siento que lo conozco. Quería comentarle que la primera vez que escuché “René”, me conmoví. Entré en un pozo de tristeza del que muchas veces me cuesta salir. Estuve pensativo por días, y siento que ese es el objetivo de la canción. Invitarnos a hacer una revisión personal y a ser introspectivos, mientras nos identificamos con su historia de vida. Eso fue la primera vez. La segunda vez que la escuché, me llené de odio, de rencor y resentimiento. Soy partidario de la idea de que no se puede separar el arte del artista y de allí viene mi molestia. Sé que probablemente lo más apropiado sería callar y dejar que la gente disfrute, pero me odiaría a mí mismo si me guardara todo lo que tengo que decir.

Señor René, lo felicitó por no rendirse y enfrentarse a sus demonios, pero permítame decirle que usted ayudó a impulsar y maximizar los míos. Usó su voz autorizada en la región para promover a los causantes de nuestra desdicha. Soy venezolano, y usted más que nadie sabe cuál es su vínculo con mi país, y el por qué su canción nos causa tanto ruido interno a muchos. No voy a entrar en ideologías ni en etiquetas, sé por sus entrevistas y distintas canciones que no le gusta el tema y sí le soy sincero, a mí tampoco. Pero lo que más me duele es que alguien como usted, que construyó una carrera posicionándose en temas sociales e impulsando causas, haya usado su plataforma para joder a mi gente.

Me gustaría pensar que fue porque usted estaba mal asesorado, o porque en ese momento apoyar a Chávez era visto internacionalmente como algo ‘cool’, pero cuando apoyar a Chávez se volvió condenable usted se mantuvo callado. No rectificó, dijo incluso ser amigo de María Gabriela Chávez (su hija) y agregó que no hablaba de Venezuela porque hablar de Venezuela era ‘políticamente correcto’, y que los artistas que hablan sobre la situación de m país lo hacen para salir en la radio.

Pensé que cuando usted cantaba Latinoamérica dándose golpes en el pecho era porque apoyaba a todo el continente. No sabía yo que pronunciarse a favor de un pueblo que lleva años luchando por la democracia o velar por el respeto a los derechos humanos era ‘políticamente correcto’. Y mucho menos sabía que ser políticamente incorrecto implicaba ser una persona insensible.

Obviamente el conflicto de Venezuela no es su culpa, no es más que un señalamiento que le hago porque me siento inconforme. Desafortunadamente, en mi vida, todos los caminos conducen a Chávez. Desearía que mis preocupaciones fueran otras. El chavismo me dañó. Me llenó de odio, y nunca voy a justificar el odio, pero me quitaron todo lo que tenía. Lo mucho y lo poco. Y eso es algo que jamás voy a olvidar.

Usted ni me conoce, permítame presentarme de una manera similar a la suya en su canción. Eso sí, me toca hacerlo por escrito, porque tengo cero dotes musicales. Soy Samuel Uzcátegui, tengo 18 años, no conozco otra cosa que sea la Venezuela gobernada por chavistas. Nací y me crie en Táchira, Venezuela. Táchira, tierra de gobernantes, de trapiches de cacao, de montañas y clima tropical. Y Venezuela, ese país al norte del sur. Desierto, selva, nieve y volcán, y todo lo demás que dice esa canción de Pablo Herrero Ibarz y José Luis Armenteros Sánchez.

 Siempre fui un niño tranquilo y soñador. Mi madre dice que todos los días cambiaba mi futura profesión: un día doctor, otro día bombero, otro día chef, otro día arquitecto. No fue hasta la adolescencia que finalmente me decidí por el periodismo y sí le soy sincero, no sé si tomé la decisión correcta. Jugué béisbol en un equipo de mi ciudad, igual que usted, por un par de años. Cosa que no es rara en el adolescente promedio venezolano, tomando en cuenta que ese es (o fue) nuestro deporte principal. Era jardinero derecho, nunca tuve aspiraciones a Grandes Ligas, no era bueno, pero jugaba todos los partidos porque no había otro chico que jugara en esa posición. Aun así, disfrutaba de la sana competencia y de viajar los fines de semana con el equipo. Lo tuve que dejar, y en estos momentos de nostalgia, igual que usted, me encantaría volver a robarme segunda base. Volver a cuando todo era más simple. Pero no voy a poder hacerlo.

Crecí, mientras vivía todo lo que usted puede imaginar que se vive en una dictadura, sumándole una que otra pincelada de la vida que un adolescente llevaría en un país funcional. Allanamientos a mi conjunto residencial, represión, cercenamiento cultural e intelectual, meses sin ir a clases, nulo acceso a la información, hospitales sin insumos, escasez severa de productos de necesidad básica, días sin luz, sin agua, semanas de encierro en mi propia casa, gas lacrimógeno con cierta frecuencia y escuchar/ver casos de como personas cercanas a mí fueron detenidas o heridas en una manifestación. O de como familiares fueron perseguidos políticamente.

También tuve por un tiempo mi respectiva dosis de ese tormento que lleva el nombre de ‘instrucción premilitar’. Y en otro caso particular un colectivo nos lanzó a mi madre, hermano y a mí una bomba molotov cuando queríamos ir a una farmacia durante las protestas del 2014. Al final del día, el conformismo y el miedo hace que uno soporte todas esas situaciones y muchas peores. Algunos le llaman resiliencia, yo le llamo rendición.

Me tocó ver, mientras mi país se derrumbaba, como muchos de mis familiares, amigos y vecinos emigraban por un mejor futuro. Cada año que pasaba, la mesa en una cena familiar estaba más vacía, el salón de clases se hacía pequeño y mi conjunto residencial se sentía desértico. Y los pocos que quedamos, nos separamos. Perdiendo el tiempo peleando por estupideces, sin saber cuánto nos íbamos a extrañar cuando nos separaran. Hasta que me tocó a mí irme. Y fue mi asiento el que se quedó vacío. No soporté más. Me rendí. Tuve que empacar una partecita de mi vida en una maleta. No empaqué mis sueños porque ya me los habían robado, pero a diferencia suya, a mí no me los robó un préstamo del banco, me los arrebató ese hombre al que usted consideraba “unificador de pueblos”. Me fui. Allí dejé una vida completa, que nunca podré retomar. Y también un montón de cosas por hacer que me tocó cancelar hasta nuevo aviso.

Son 553 días desde que me fui de mi casa. He tenido muchos momentos altos y bajos, pero trato de no quejarme demasiado. Pero siendo sincero, me encuentro más que solo aquí. A usted lo quieren más afuera de su país que adentro. En mi caso, yo siento todo lo contrario. Y así, la gente de mi país adoptivo (Ecuador) me quiera, nunca podré dejarme abrazar, porque me siento como un extraño y siempre voy a tener ese vacío.

Mi abuela también murió. Un par de tíos también. Mi primo también. Todo pasó después de que me fui del país y me ha tocado vivir esos duelos a la distancia. No hubo despedida, no recuerdo la última palabra que les dije, no pude cerrar el ciclo. Nunca me vieron triunfar haciendo lo que me gusta, no vieron mis logros y mis derrotas, no me vieron ganar un premio, no me vieron siendo feliz. Me tuve que tragar mi tristeza y seguir cumpliendo con mis compromisos, mientras permanecía callado. Seguir asistiendo a clases, fingir que todo estaba bien, y no quebrarme, al menos no demasiado.

Dadas las condiciones, los que siguen en vida, solo podrán ver todo eso a través de una pantalla. Porque gracias al movimiento que usted auspició, estamos regados por el mundo.

A eso se reduce el contacto con mi familia. A ver sus vidas a través de una pantalla. Uno que otro mensaje cuando la conexión lo permite y videollamadas una vez a la cuaresma. Todo mientras me enfrento internamente a incertidumbres migratorias, a mis problemas personales, al temor que me genera el qué dirán, al síndrome del impostor y al estrés que me genera mi incapacidad de adaptarme a un país nuevo. Todas, batallas que me ha tocado librar solo. Rodeado de gente, pero solo. El estrés también me tiene enfermo. Y estoy escribiendo esto a las 4:37 am, así que está claro que no duermo.

Yo también quiero llamar al 344-1133 a ver quién contesta. Pero no habrá nadie. Y eso me duele. Y sí lo hay, no voy a saber que decirle, porque probablemente la persona que conteste me va a asegurar que todo está bien en Venezuela. Para que yo no me preocupe y me sienta mejor. Mientras yo solo asiento la cabeza y dejo que me mientan, para que todos finjamos que nadie la está pasando mal.

Todos estos son sentimientos que su canción revivió. Lo que menos quiero es empezar una competencia para ver quien sufre más. No voy a banalizar su dolor, señor René, ni tampoco quiero que crea que usted es el culpable del mío. Me alegra ver que recibe ayuda profesional y se siente cómodo hablando de sus problemas. Yo lo intenté y no resultó, pero no he tirado la toalla. Esta carta es la primera vez en la que me siento cómodo hablando de mis asuntos personales en mucho tiempo. Escribir esto fue mi sesión de terapia semanal. Yo también quiero volver, y no podré hacerlo, pero empezar a entenderme con esa idea me llevara a mejores momentos.

No soy un hater. No voy a dirigir un boicot hacia Residente y/o Calle 13, ni voy a pedir que los cancelen. Yo también bailé Atrévete-te-te cuando estaba (más) adolescente y me sé varias de sus canciones al derecho y al revés. Solo busco una respuesta, una conversación, conocer cual es su verdadera postura. Quizás esté siendo intenso, y todo esto sea innecesario, pero me causa intriga ver como usted apoya protestas en la región, y lleva más de una década promoviendo un discurso de unidad, pero actúa como si Venezuela no existiera y se ofende si le mencionan el tema. ¿Hay un conflicto de intereses? ¿Vale su amistad con María Gabriela Chávez más que la vida de 30 millones de personas?

Me disculpo por el ombliguismo, y por el tono desafiante que tiene esta carta. Por todos los señalamientos y por lo larga que es. Lo más probable es que usted, señor René, nunca lea esto, pero con escribirlo, ya siento que cumplí con mi parte. Cada historia tiene dos lados, yo ya conocía el suyo y ahora usted conoce el mío.

Sin más que agregar, le deseo lo mejor y estoy atento a su respuesta.

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