La censura viene en forma de gestos vacíos

María Cristina Bayas e Iván Ulchur-Rota

Quito, Ecuador

La semana pasada Tina Fey, la creadora de la comedia norteamericana 30 Rock, anunció que sacaría del aire episodios en los que se mostraba a una de sus protagonistas caricaturizando la apariencia de personas negras. Los episodios criticaban el tipo de estereotipos que mucha gente blanca adopta sobre los negros, pero según el comunicado de Fey “la intención no es licencia para que la gente blanca use estas imágenes”. Su decisión ocurrió en el contexto de las protestas en contra del abuso policial racista que desde finales de mayo se habían tomado las principales ciudades de los Estados Unidos pero revela cuán contraproducentes pueden ser este tipo de gestos vacíos. En Ecuador corremos el riesgo de aplaudir decisiones parecidas.

No es un caso aislado. Al contrario: es la continuación de un patrón en Estados Unidos. El 10 de junio, HBO Max anunció que retiraría la película “Lo que el viento se llevó” de su oferta por difundir prácticas racistas. En su momento, el vocero de la empresa dijo que el film regresaría ¨con una discusión de su contexto histórico y una denuncia de esas mismas representaciones”, algo para lo que era innecesario retirar el contenido: los dibujos animados de los Looney Tunes vienen con aclaraciones de contexto porque son para niños. Tal vez HBO Max pensó que su audiencia adulta también necesitaba indicaciones para interpretar una película sobre una guerra del siglo XIX.

Imaginarse un público que toma todo lo que ve como cierto es también una infantilización de la audiencia. Varios teóricos de la comunicación como Paul Lazarsfeld han elegido la hipótesis de que el público usa los medios para satisfacer sus necesidades, como puede ser la de entretenimiento o evasión. Teóricos que comparten esta visión han apostado a la independencia de quien está frente a un mensaje y se han alejado de otras teorías, como la de Harold Lasswell, de que los mensajes son inyectados en nuestras cabezas para manipular. Lazarsfeld cambió la clásica pregunta de qué hacen los medios con la gente para cuestionarse qué hace la gente con los medios. Y al formular la pregunta de forma contraria, le devolvió la autonomía – la adultez si se quiere- a la audiencia. Fey y HBO pretenden hacer lo contrario.

Los mensajes que una audiencia recibe se convierten en su plastilina: la moldea como ella quiera. Por esta misma libertad de interpretación es que la caricaturización racial de 30 Rock, para Fey, podría generar dolor y ofensa. Debía, por ende, sacársela del vocabulario visual de su programa como si nunca hubiera existido. Es así como se quiebra la distinción entre ficción y realidad y se convierte al arte en una extensión literal de una consigna política. En el caso de la película ¨Lo que el viento se llevó¨, algunos críticos se molestan porque una película retrata la esclavitud y se olvidan de que esta existió. No se dan cuenta de que lo repudiable es que la esclavitud haya pasado por la historia, y no que una película se los recuerde. No ven, en definitiva, que están frente a la representación del racismo y no frente al racismo y que, al eliminar la representación, no desaparece la injusticia. De hecho: aumenta el riesgo de que la sigamos perpetuando, aunque a ciegas.

¿Es esto realmente un esfuerzo por erradicar las injusticias de fondo? ¿O es solo una movida de marketing? A propósito de lo ocurrido con HBO Max, más que hablar de censura –una empresa privada puede tomar las decisiones que mejor le parezca— , se puede hablar nuevamente de un gesto vacío, una estrategia comercial para posicionarse como morales frente a una audiencia, evadiendo el riesgo de ofensa o de dolor como si la historia o el humor fueran cuentos de hadas inclusivos y correctos. Entonces tiene sentido censurar series y chistes; los gestos vacíos nos libran de hacer el trabajo de fondo pero venden. HBO y Fey actuaron como las personas cuando cambian sus filtros de Facebook según la causa que está de moda: logran exposición, notoriedad y nada más.

HBO Max y Tina Fey también parecen subestimar la capacidad crítica de su audiencia y caen ante la idea derrotista de que el arte o el humor no deberían ofender o doler. Es una postura, en efecto, elitista: no deja de sostener la fantasía de que unos pocos pueden ser analíticos con la información pero el resto no podrá entenderla o, peor, criticarla. Por consiguiente, la solución de algunos intelectuales para que los ingenuos no caigan en la trampa de la información es cancelar la obra o borrar sus elementos controversiales. O como explicaba un tuit de un participante del mismo movimiento Black Lives Matter: gente negra se levanta en contra del abuso policial, las corporaciones blancas responden sacando episodios de una comedia y poniendo instrucciones a sus películas emblemáticas.

La idea de que el receptor es acrítico, indefenso e inferior, siempre ha sido el modelo que utilizan los regímenes tiránicos para controlar la información. Por eso le han temido tanto al arte y a la comedia: ambos confrontan al poder estatal, y a cualquier pretensión –con poder institucional o no– de imponer una verdad moral. Era la obsesión de Milan Kundera en la ex Checoslovakia, donde comités de trabajadores e intelectuales dictaminaban el humor del que cualquier individuo se podía reír o no, y fue la lucha de la prensa en los tiempos de Carlos Ochoa, ex Superintendente de Información y Comunicación de Ecuador. La censura nunca se expone a sí misma como censura o tiranía: llega escondida en imperativos morales y presiones sociales sobre lo que uno debe o no considerar ofensivo.

Los casos de censura en Estados Unidos repiten los mismos berrinches históricos de tiranías moralistas y nos deberían alertar.

En Ecuador tampoco se necesita de una Supercom o un Carlos Ochoa para que el espíritu censurador de los gestos vacíos se haga sentir. Ya han aparecido quiénes no entienden que el humor –incluso el más vulgar, tonto y discriminatorio– es un síntoma de injusticias sociales y que eliminar las representaciones de un mal no elimina el mal: solo lo esconde.

En Estados Unidos, el grupo que apoya lo que hizo HBO Max y otras empresas en los últimos días ha renunciado al sentido común propio y colectivo. Al propio, porque no quiere notar en esas decisiones la intención de gestionar su marketing; al colectivo porque piensa que, efectivamente, el racismo y la injusticia desaparecerán si una imagen o una película se esfuman de nuestra vista, o si nos llegan con instrucciones. Son decisiones que actúan como si el receptor fuera necesariamente acrítico; como si por cerrar los ojos desaparecieran los males del mundo.

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