
Por Aníbal Páez
Guayaquil, Ecuador
Sin poder desvincularse de una factura realista, la obra de Jean Genet, dirigida por Eduardo Muñoa e interpretada por Juan José Jaramillo, Alejandro Fajardo y Elena Gui, no logró trasladarnos a la angustia latente que supone para los espectadores ser testigos de un inminente asesinato.
La interesante propuesta de que sean actores los que encarnen los dos personajes femeninos protagónicos de la puesta en escena, no fue suficiente para sostener una trama que careció, a lo largo de su desarrollo, de los matices necesarios que alivianen un poco la carga textual que conlleva esta obra.
Y es que en una pieza como ésta, donde el texto ocupa la preponderancia sobre los otros elementos del discurso espectacular, el juego interpretativo debe estudiarse con pinzas. Si bien la palabra escrita como literatura dramática contiene significado, no llega a poseer sentido sino cuando deviene discurso dicho, ya que es el actor, con su cadencia, pausas y entonaciones, el que le provee vida a la letra, transformándola.
Allí radica, a mi modo de ver, el principal problema de un trabajo que representa uno de los alegatos más complejos sobre el soterrado odio de clases y que tiene plena vigencia en un momento histórico en nuestro país, donde la creciente conciencia sobre los derechos de las clases históricamente más oprimidas, ha producido, en muchos casos, un fenómeno de revancha que remueve el tejido social y hace visible aquello que siempre ha existido de manera menos manifiesta.
Cabe rescatar el intento del director de multiplicar los planos de ficción, usando hombres en personajes femeninos, a sabiendas que la trama misma implica un juego de roles que a lo largo de la obra va rotando de manera permanente. Sin embargo, este ejercicio que aporta un elemento distanciador en sí mismo, funciona más como efecto que como productor de sentido, ya que lejos de complejizar el conflicto de jerarquías entre empleadora y empleadas, o hermana mayor y menor, distrae la atención hacia los “hombres vestidos de mujer” que pese al esfuerzo interpretativo de su rol femenino, recaen en el tono estereotipado de un andrógino en medio del convencionalismo del trazo espacial y la disposición escenográfica.
Recordemos que el autor, que escribió esta obra en 1947, inspirado en un hecho real que convulsionó Francia cuando dos empleadas asesinaron a su empleadora y la hija de ésta, era reconocido por la crueldad con la que dibujaba los paisajes de sus obras habitadas siempre por personajes provenientes del margen de la sociedad. Por eso su estética, cercana a lo noir, era provocadora en cuanto los convencionalismos sociales eran desnudados y puestos en evidencia como portadores de violencia disfrazada de recato moral.
Por eso, traer a Genet al realismo es encerrarlo en cuatro paredes sin ventanas. La obra puede ganar más desenfado y riesgo en la medida que subvierta realmente su estética hasta terrenos excéntricos que acompañen la inteligente decisión de travestir a sus protagonistas. Sino la irreverencia se queda en pañales y su forma guarda la decencia necesaria para no ofender a nadie. Lo provocador en Las Criadas es el desdoblamiento cuasi esquizofrénico para planificar el asesinato de “la señora” por parte de Solange y Clara. Cada paso dado por ellas, está marcado por el odio de clase represado en años y le confiere a la actoralidad un matiz espeluznante que en esta versión, no logró trascender.
Esperamos que las funciones y el público le den el elemento necesario para ir más allá de lo evidente.