El monarca

Pablo Proaño

Quito, Ecuador

A diferencia de lo que el mito propone, fue en la Europa de los siglos XVI y XVII —y no en la Edad Media— cuando el poder político alcanzó sus mayores concentraciones. La época que vio nacer a Luis XIV fue también la cuna del absolutismo. El monarca francés, célebre por la frase “El Estado soy yo”, encarnó como pocos el ideal de control absoluto: no compartía el poder, lo absorbía. Entre sus medidas, destaca el edicto de 1673, con el que obligó a los parlamentos regionales a registrar sus disposiciones sin cuestionarlas previamente. Con un solo acto jurídico, neutralizó la facultad de oponerse a sus leyes y consolidó un dominio incontestable en todo el reino.

No fue sino hasta la Revolución Francesa —y en paralelo, la Revolución Americana— que los pueblos comprendieron la urgencia de dispersar el poder, establecer contrapesos a las instituciones y crear asambleas donde las decisiones se tomaran mediante debate y votación. Aquel modelo incipiente, primero francés y luego perfeccionado en la experiencia estadounidense, sentó las bases de nuestras democracias modernas, incluida la ecuatoriana.

Pero la historia no avanza siempre hacia adelante. En 2008, la Constitución de Montecristi, inspirada en la idea de un renovado sistema de pesos y contrapesos, alumbró sin proponérselo a un nuevo monarca. Uno que primero sirvió al poder político y luego a sus propias ideologías: la Corte Constitucional.

Hoy, esta Corte no responde a ningún otro poder del Estado. Sus decisiones no son fiscalizadas ni pueden ser impugnadas. Interpreta la ley y la Constitución conforme a sus propios designios y, en la práctica, está por encima de ambas. Tiene las tijeras para cortar metal y papel, y sólo se frena, en palabras de un expresidente del organismo, por “la autotutela del poder”: la voluntad de cinco juristas de no destruir el sistema.

Podremos debatir si sus sentencias son buenas o malas, técnicas o ideológicas, pero lo innegable es que una institución sin contrapesos es anacrónica y peligrosa en un Estado de derecho. Ya hemos visto lo que sucede cuando sirve al poder político y a la ideología, cuando ese poder cae en manos de quienes actúan sin importarles la ley. ¿Qué vendrá después?

Volviendo a la historia de Francia, Luis XIV gozó de su autoridad hasta el final de su vida. No así su tataranieto, Luis XVI, heredero del mismo poder absoluto, pero sin la habilidad ni el liderazgo para sostenerlo en medio de una crisis económica y social. El descontento popular y la ruptura del pacto político que había sostenido a la monarquía durante siglos desembocaron en la Revolución y, el 21 de enero de 1793, en la guillotina. Fue el final de un ciclo iniciado en la pomposidad de Versalles.

No propongo decapitar al monarca ecuatoriano. Los tumultos sociales y el uso oportunista de una popularidad circunstancial sólo agravarán los problemas. Lo que sí debemos hacer es sentar a este monarca donde corresponde: junto a los otros poderes del Estado, debajo de la Constitución y del poder soberano de los ciudadanos.

  • Pablo A. Proaño, es parte del colectivo Dignidad y Derecho.

Más relacionadas