Montaigne y el poder

Joaquín Hernández Alvarado

Guayaquil, Ecuador

¿Qué tiene que ver Montaigne con los apremios de nuestra circunstancia, aparentemente tan lejana a la figura de intelectual tolerante y escéptico, capaz de dialogar con igual respeto con católicos y protestantes aunque en plenas guerras de religión? Seguramente, esta pregunta se planteó Jorge Edwards en su último libro, «La muerte de Montaigne», donde conversa con el pensador francés de comienzos de la Modernidad sobre los temas que al novelista chileno le obsesionan.

¿Cómo es posible combinar simultáneamente el aprecio por los dones de la vida, el cultivo del escepticismo y de la ironía que son muestras de inteligencia, la independencia de la propia razón frente al poder, sus halagos y sus amenazas, la presencia acechante de la muerte, el aprecio por la soledad, el sabor de vanidad de la condición humana?. «Es más fácil triunfar que vivir» podría haber sido su recomendación para enfrentar la época incluso en aquellos aspectos más miserables y degradantes que garantizan éxito pero no dignidad.

En La muerte de Montaigne, Edwards ensaya una propuesta sobre lo que significa, al estilo del pensador francés, vivir bien en nuestro tiempo. Vivir implica afrontar los avatares de la vida y mantener la serenidad espiritual frente a las amenazas del poder y las miserias de los seres humanos. La recomendación de Montaigne es al límite. Asumir sin estridencias la condición de mortal, es decir aceptar de una vez la propia muerte. Como en la gran meditación, destinada a los alumnos que estábamos a punto de terminar el bachillerato en mi colegio dirigido por los jesuitas, donde nuestro padre espiritual, mirándonos fijamente nos decía: ¡oremos por el primero de vosotros que va a morir!. Porque paradójicamente, solo quien asume su muerte es capaz de gozar de los dones de la vida, la amistad, los placeres del vino y de la mesa, el cuidado amoroso por el propio cuerpo, la relación erótica y sobre todo adquirir la fortaleza para permanecer sereno frente a las adversidades. Aceptar la propia muerte no es sino una liberación para la vida. «Anticipar, angustiarse, vivir en la aprensión, eran consecuencias de nuestra fragilidad, de nuestra locura. Al fin y al cabo, como escribió Fernando Pessoa, el poeta portugués, somos cadáveres postergados…»

Gracias a esta fortaleza que da pensar en las ultimidades, Montaigne fue capaz de resistir al poder, esa gran amenaza para nuestra libertad y para nuestra soberanía espiritual. A las autoridades, decía, «Se les debe toda inclinación y sumisión, salvo la del entendimiento; mi razón no está acostumbrada a doblarse y a inclinarse, solo mis rodillas».

Por eso pudo escribir sin miedo al rey Enrique IV de Francia, y contra los consejos de amigos prudentes, que hay «conquistas» (ahora diríamos guerras incluidas las mediáticas) que no se pueden ganar por la fuerza de las armas o de los miedos y censuras de que el poder dispone, sino solo por la magnificencia y la tolerancia que son muestras claras de donde está lo más justo y lo más legítimo. ¡Intelligenti pauca!, decía el maestro.

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