Por Andrés Cárdenas
Quito, Ecuador
El último crítico de gastronomía que conocí era Anton Ego, famoso por su favorable texto sobre el Ratatouille de Remy, servido en el restaurante Gusteau y preparado por el chef Linguini junto a su diminuto y sibarita ayudante. “Los grandes artistas pueden proceder de cualquier lugar”, dijo. Ahora, en cambio, la escritora francesa Muriel Barbery, reconocida por su excelente novela «La elegancia del erizo», nos presenta a Pierre Arthens, el crítico de gastronomía más famoso del mundo, quien se encuentra en su lecho de muerte buscando un sabor que lo redima.
La narración intercala los intentos de Arthens por dar con un sabor salvífico que le devuelva la paz con pensamientos de quienes rodearon al crítico a lo largo de su vida. Así, nos encontramos con exquisitas descripciones de jugosas carnes, sardinas asadas por el abuelo, tomates recién cosechados del huerto, la ciencia de la cocina cruda japonesa, una kesra marroquí después de un día de playa. Helado, mayonesa y áspero whisky. En estos fragmentos, Barbery hace gala de su magnífica escritura para poner a leer a las papilas gustativas.
Y, por otro lado, somos testigos de los pensamientos que alberga la gente que rodeaba al moribundo: sus hijos, un crítico admirador, su médico, el mendigo que vivía fuera de su casa, su nieta, su esposa, su amante, su sobrino favorito. Es el más grande, hace y deshace famas de chefs, es el padre más cruel que podía haber tenido y un excéntrico temeroso de que la gente deje de ser un objeto al servicio de sus antojos.
La lista de ingredientes pinta gourmet: crítica de gastronomía, pluma de Barbery, viejo soberbio a las puertas de su fin. Una búsqueda de sentido a su camino recorrido a pasos incendiarios y destructores. A lo largo de la novela la expectativa crece, se nos va a revelar ese sabor que salva, se nos va a develar algo de esa verdad que Arthens perseguía en sus críticas. “Pan… pan… sí, pero ¿qué más? ¿De qué, además del pan, vive el hombre?”. Sin embargo el resultado es artificial y lleno de conservantes como un pastel de supermercado. Uno de esos clásicos empates a último minuto.
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p. 64
¿Qué es escribir, por muy suntuosas que sean las crónicas, si no dicen nada de la verdad si poco se preocupan del corazón, presas como están del placer de brillar?
p. 171 PAUL (sobrino)
Desdichado, al fin, de saber, en este instante entre todos, que ha perseguido una quimera y predicado un mensaje equivocado. Un plato… Pero ¿qué te crees, viejo loco, qué te crees? ¿Qué en un sabor recuperado vas a borrar decenios de malentendidos y encontrarte cara a cara con una verdad que redimirá la aridez de tu corazón de piedra?
Cuando habría podido, con su genio, disecar para la posteridad y para sí mismo los diversos sentimientos que lo agitaban, se extravió por caminos menores, convencido de que había que decir lo accesorio y no lo esencial. Qué desastre, qué desperdicio… Qué lástima…