El dictador

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Estas líneas las dedico a ese personaje agazapado en la antesala mental del hombre común, esa sombra que todos llevamos dentro, exangüe y casi inerte en el caso de algunos, bien nutrido por el ego en otros, con todas las variantes que Narciso ofrece entre los dos extremos de su abanico. Este es el dictador sin banda presidencial ni sustento en las masas, dotado de extraordinaria habilidad para convertir la nimiedad, las grietas de lo cotidiano, en ocasión para ejercer su poder, para hacernos sentir que de su arbitrio depende el destino de aquel dilema que hace el afán del día.

Ahí vemos a un conductor implorando el turno que le es sistemática negado por los dictadores al volante, hasta que aparece un comedido -especie en extinción- que renuncia a sus cuatro metros de delantera existencial y cede el paso, en gesto casi milagroso. Y están quienes se hacen esperar, carpinteros, médicos, abogados o funcionarios de cualquier rango, que le dan tanta importancia al tiempo de sus visitantes como un coronel al pelo de sus conscriptos; organizadores de eventos deportivos o culturales que no consiguen iniciar los espectáculos con el público puntual por consideración a los retrasados. Así, quienes no respetan el tiempo de los demás son paradójicamente quienes acaban dictando la hora a la que deben empezar las citas.

Está el profesor que premia a quienes memorizan irreflexivamente sus monólogos, y castiga a los disidentes obligándoles a escribir mil veces «no rayaré el pizarrón» -así se forjan los artistas del grafito-; el chiquillo cuya blandura paterna ha transformado en un tiranuelo; el triunvirato del barrio que levanta un chapa acostado donde le viene en gana; el guardia de la garita, el policía de tránsito, el jefe de personal, los beneficiarios del súbito ascenso social, van engrosando esta cadena de permisos y reverencias en la que cada eslabón tiene su monarca y su vasallo; aquél con su aire de verdugo, erguido para equilibrar el peso de sus condecoraciones de fantasía; éste, sumiso con su no sea malito, lenguaje y ánimo en diminutivo, recordando por lo bajo a la madre que parió al jefecito.

Y el dictador más emblemático es el controlador de papeles, en esta cultura basada en la duda sistemática. Si el papel no te declara vivo, es como haberse muerto; y muerto de verdad, hay el peligro de que te nieguen sepultura si falta la papeleta de votación. Sin papeles al día, certificados, por duplicado, foto a color y cara de devoción notarial, es inútil presentarse, ni a la morgue. Ahí estará el controlador, implacable, el ceño fruncido, mirando media hora un juego de papeles que un niño leería en minutos hasta descubrir, o inventarse, alguna falla, algún número incorrecto, una coma mal puesta, una raya, la falta del requisito deslizado en la letra chiquita de algún instructivo interno, que aclara algún acuerdo ministerial, que a su vez completa el reglamento de una ley que no existe. Cualquier grieta en ese laberinto kafkiano del trámite será suficiente para sustituir la predecible teoría de la ley por el cambiante humor del dictador del día; ¡y a joderse!

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2 Comments

  1. CUANDO EL IRRESPETO A LAS LEYES, EL AUTORITARISMO, EL  DESPRECIO A LOS  QUE NO SE SOMETEN A SUS CAPRICHOS  ESTA EN LAS AUTORIDADES MAS ALTAS DEL ESTADO…NO PODEMOS ESPERAR OTRA COSA DE FUNCIONARIOS MEDIOS Y BAJOS….
    LOS CIUDADANOS ESTAMOS SOMETIDOS A LOS VEJAMENES DE   UNA BUROCRACIA INEFICIENTE E IMPROVISADA

  2. Señor Tobar: No tengo el gusto de conocerlo pero por como está estructurado su artículo, expresadas sus ideas y la calidad de éstas, pienso que hubiera sido un honor que la vida intercepte nuestros pasos.
    ¡Felicitaciones!  

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