Por Andrés López Rivera
Lyon, Francia
En una entrevista publicada el 17 de octubre de 2011 en el diario El País, refiriéndose al carácter “emocional” del movimiento 15-M, el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman sostenía que “la emoción es inestable e inapropiada para configurar nada coherente y duradero”. Siete meses después de la entrevista y un año después del nacimiento del movimiento, se ha podido leer en los titulares del mismo diario: “El 15-M sigue vivo, y con fuerza”.
Bauman no fue el único en expresar sus reticencias, también lo hizo el sociólogo y filósofo francés, Edgar Morin, con una fórmula categórica: «Los indignados denuncian; no pueden enunciar». No cabe sin embargo inferir un desatino de la crema y nata de la intelectualidad europea; se trata más bien de una intuición felizmente desmentida: la indignación no es un fenómeno fugaz o un mero síntoma de la crisis; es un movimiento duradero, un síntoma en pos de una cura.
Eso es al menos lo que anuncia el multitudinario regreso a las calles de los “indignados” luego de un periodo de hibernación. Y es esta constancia la que una buena parte de los que ahora encarnan la figura sartreana del intelectual comprometido incentivaron desde un principio. Cuando el filósofo esloveno Slavoj Žižek arengaba a los manifestantes de Occupy Wall Street insistía en que el movimiento no debía devenir en un carnaval cuyos asistentes rememorarían nostálgicamente como un hippie hablando de Woodstock. La símil es formal: el designio de los indignados no es menos quijotesco que las quimeras de la contracultura.
Si bien Bauman tenía razón al decir que “todos están de acuerdo en lo que rechazan, pero se recibirían 100 respuestas diferentes si se les interrogara por lo que desean”, lo cierto es que las 14.700 propuestas para cambiar el sistema recogidas en la acampada del año pasado en la emblemática plaza madrileña Puerta del Sol se inscriben en cauces análogos. En general se habla de acabar con el capitalismo financiero, de fomentar la participación ciudadana en la vida pública y de moralizar a la clase política.
En las llamadas “asambleas populares” han empezado a moldearse numerosas reivindicaciones en torno a propuestas concretas: unos se proponen crear una cooperativa de desempleados para facilitar la búsqueda de empleo, otros debaten sobre la reforma de la ley electoral y otros discuten sobre la privatización del agua. No hay líder ni cabecilla. La horizontalidad es uno de los rasgos constitutivos del movimiento. Una horizontalidad que según Noam Chomsky, otro intelectual comprometido, ha proyectado algo inédito en la sociedad americana: la reestructuración de los lazos comunitarios, fomentando la solidaridad, la deliberación democrática y el apoyo mutuo.
El involucramiento de un cierto número de intelectuales se inscribe en esta horizontalidad, es un aporte que sirve para alimentar el debate sin imponerse; sin magister dixit.