Por Andrés López Rivera
Sin caer en un binarismo a ultranza, es posible aseverar que, de todos los avatares de la figura histórica del magnicida en Ecuador, resaltan dos diametralmente opuestos. Cronológicamente: primero, el magnicida protagónico, machete en mano, que, agazapado entre las columnas de Carondelet, aguarda el fatídico instante de arremetida. Segundo, el magnicida anónimo, el sin nombre, que se aglutina y enciende la “hoguera bárbara”. El acto magnicida (frustrado o fallido) toma hoy nuevas formas que no son del todo ajenas a las que establecieron como referentes los padres fundadores del magnicidio en el país.
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