Resentimiento y revolución

Por Fernando Balseca
Quito, Ecuador

Por disposición gubernamental, mientras dure en el Ecuador el socialismo del siglo XXI, los domingos no se puede beber una cerveza en un restaurante. También es posible que quienes se aprovechen, haciendo trampa, de un servicio de televisión pagada sean colocados detrás de los barrotes. Aún no salimos del estupor que nos causa el haber aceptado, sin chistar, que se sancione con tres días de prisión al conductor de un carro liviano que en la ciudad va a 61 kilómetros por hora. Estas son solo pequeñísimas manifestaciones de la moral revolucionaria que se ha ido imponiendo con la captación de los poderes habidos y por haber.

¿Cuál será el origen cierto de estas medidas tomadas con el pretexto de favorecer a todos pero que evidencian una visión atrabiliaria de la conducción política? ¿Habrá alguien genuinamente convencido de que los cambios cruciales tengan que concretarse a correazos? ¿Es la venganza la principal motivación de la gobernanza de hoy? Así parece probarlo la subida a 50 dólares del Bono de Desarrollo Humano: puesto que un exbanquero propuso esta alza, ¡el financiamiento de ese subsidio vendrá de las ganancias que genera la banca! ¡Toma tu maduro! Es la política como castigo. ¿En qué estado de agotamiento intelectual se hallan quienes conciben así la política pública?

El historiador francés Marc Ferro –en El resentimiento en la Historia: comprender nuestra época (Madrid, Cátedra, 2009)– plantea que las revoluciones pueden explicarse como expresiones extremas del encono: “En la Historia, el resentimiento ha sido la matriz de las ideologías contestatarias, tanto de izquierdas como de derechas. Las frustraciones que lo suscitan, tanto las promesas no cumplidas como las desilusiones o las heridas infligidas, provocan una ira impotente que le da consistencia. El sufrimiento por ser pobre, por estar excluido, al igual que el miedo de llegar a serlo, han alimentado numerosos movimientos sociales cuyo signo no estaba determinado de antemano”.

Los ejemplos abundan en la Antigüedad grecorromana; en la Edad Media; en la Edad Moderna; en el siglo XX, con las guerras y la cuestión judía; ayer nomás, con el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York: los perseguidos de antaño han mutado a perseguidores. La Revolución francesa no escapa de esta tragedia, como tampoco la Revolución rusa, que propusieron el reino de las libertades, pero, en muchos casos, implementaron acciones para humillar y liquidar a un sector de la población, considerado enemigo. Ferro afirma: “El resentimiento no tiene patria”. Hay que precaver, pues, ya que hasta la memoria nacional es un recordatorio de resentimientos.

El dilema es que el rencor no es revolucionario porque, finalmente, no produce rupturas históricas, sino, simplemente, anima una vuelta de la tortilla: la instalación de lo mismo de antes –empeorado– bajo otros nombres: “La reapertura de la herida pasada es más fuerte que cualquier deseo de olvido. La existencia del resentimiento muestra de este modo hasta qué punto es artificial el corte entre el pasado y el presente, que por consiguiente viven el uno en el otro, convirtiéndose el pasado en un presente más presente que el propio presente”. ¿Cuánto en estas decisiones inconsultas son fruto del resentimiento y cuánto resultado de la comprensión de las nuevas situaciones históricas?

* Fernando Balseca es poeta y profesor de literatura de la Universidad Andina. Su texto ha sido publicado en El Universo, el 19 de octubre de 2012.

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1 Comment

  1. ¿Cuales de estas decisiones inconsultas son fruto del resentimiento? Todas, las otras son fruto de la envidia, la frustración y los traumas de niñez no superados.

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