Carlos Calderón Chico

Cecilia Ansaldo
Guayaquil, Ecuador

Una nota de Twitter puede empujar el día por un camino inesperado. Quizás la arrogante juventud se quede impertérrita ante la muerte, a fin de cuentas la siente tan distante, pero quienes apreciamos a una persona o hemos educado un ancestral respeto por la finitud humana siempre reaccionamos con pesadumbre. Llegó el fin. En un instante se volatilizó una vida. Y la vida de Carlos Calderón era valiosa, aportadora, multifacética.

No recuerdo con precisión cuándo lo conocí, pero debe de haber sido a finales de los años setenta. Graduados en Literatura en universidades distintas, identificamos pronto nuestra pasión común por el mundo de los libros. Y fuimos edificando una amistad de intensas conversaciones, de actividades públicas compartidas. Hoy me atengo a evocar al amigo que me precede en la partida (nos distancian pocos años de edad), a abrazar a su compañera, a sus queridísimos hijos y nietos con esta despedida. Entre los lectores debe de haber muchos que lo apreciaron.

No se me ocultaron nunca sus facetas complejas. Tuvo contrincantes y críticos fuertes, hasta enemigos que lo acusaron de acciones desfavorables. Era un hombre pasional, de voz estentórea, de opiniones tajantes que adjetivaba negativamente sin temor, tal vez por eso pasó por momentos duros, por confrontaciones incómodas. Pero tenía la sencillez suficiente para escuchar consejos, algunas veces contuve algún torrente de lava con argumentos y aplaqué su incandescencia. Pero en cambio son incontables los solicitantes que gozaron de su generosidad. Dueño de la biblioteca acaso más grande de esta ciudad en manos privadas, abrió sus ordenados ejemplares a aquel que buscara datos en investigación sobre historia, literatura o política. Cuando yo no podía absolver alguna cuestión derivaba al interrogar hacia Carlos y él daba respuesta, sentaba ante sus tesoros bibliográficos a los desconocidos.

Alguna vez madrugué un domingo para que me mostrara cómo se rastrean los textos valiosos en la ciudad. Me llevó ante misteriosos puestos en mercados, a zaguanes oscuros, donde con una pericia increíble identificaba entre montañas de libros aquel ejemplar único. Así incrementó esa biblioteca cuyo destino le preocupaba. Esa biblioteca que resume su existencia de manera visible y elocuente.

Colaboró con instituciones, fundó revistas, escribió libros, participó en numerosos actos académicos. Tenía en la boca una palabra firme: “polémica”. Le interesaba producir debate, discusión, mirar los hechos desde ángulos encontrados. Era orgulloso de su condición de miembro de la Academia de Historia, pero más orgulloso todavía estaba de sus hijos. Fue el primer hombre a quien le escuché tratar con vocativos amorosos a esos tres muchachos fuertes y grandes que le son tan devotos, porque su entrega de padre le estuvo muy correspondida.

Su escritura fue creciendo. Recuerdo haber sido severa públicamente cuando presenté Literatura, autores y algo más, su primer libro de entrevistas, en 1983, y le señalé los descuidos idiomáticos, pero no tuvo ninguna reacción adversa, al contrario, luego confió en mi criterio y sometió a mi juicio muchos de sus trabajos. Desde entonces, como hace todo buen estudioso, ha leído mucho más que ha escrito, por eso podía explayarse de manera desbordante sobre amplios temas. En esa exuberancia verbal, también cultivaba infinidad de amistades o conocidos de tal manera que detenerse junto a él suponía que hiciera presentaciones, que conectara a la gente.

Se ha ido Carlos. En la poda sentimental que hace la memoria frente a la muerte, me quedo con los buenos recuerdos del amigo.

* El texto de Cecilia Ansaldo ha sido publicado originalmente en El Universo.

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