Chucho

Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

Todo empezó por un peloteo juguetón, siguió con conversaciones sobre resultados de partidos y ahora, tres meses después de ese arranque súbito, devino en una obsesión por ver, hablar y soñar con el fútbol. Mi hijo, con sus cuatro años, es un fanático de tomo y lomo. Por supuesto que con las características propias de su edad, manejando nociones básicas del juego. Pero no me deja de sorprender que al verme quiera jugar un partido «de tres goles», que agarre dinosaurios y legos para armar sus propias pichangas, que quiera conocer los países en un atlas para computar los colores de sus banderas y el de sus seleccionados, y que, al llamarlo a casa para saber cómo le fue en su jardín, me hable del resultado entre el Barça y Limatru, un equipo de Júpiter. Lo suyo es una bellísima parusía precoz, en la que el despertar de su gusto por el juego se combina con el desborde de la fantasía y la imaginación de un ser que está descubriendo el mundo.

Mi hijo sabe que su padre es ecuatoriano, pero no tiene idea que su papá lleva viviendo 17 años en Chile, ni tampoco dimensiona la historia que hay detrás de mi migración. Sí sabe que cuando me propone un partido, yo elijo a Nacional y él a la selección chilena. Por eso infiere muy bien que soy fanático de los puros criollos. Antes de acostarlo, con mi hijo conversamos de las estrellas actuales como Messi y Neymar, o de las fantasías que creaban Ronaldinho y Garrincha. Empero, no había tenido la oportunidad de contarle la historia del fútbol de mi país, de sus ídolos y de mi equipo. Quizás por eso le propuse escuchar conmigo, por Internet, el final del partido entre Nacional y Barcelona, el domingo último. Creo que observó y compartió la alegría que me produjo ese triunfo inesperado en condición de visitante, reviviendo la sensación de la final de 1992 ante el mismo rival.

Al día siguiente, un locutor informaba de la muerte de Chucho Benítez. Como muchos, tampoco lo podía creer. Todavía recordaba la incontenible alegría que me provocó el campeonato de hace siete años, con Chucho como baluarte. Aún lo veo como un duende de piel morena, que aparecía y desaparecía en ese bosque encantado de 18 yardas, para anotar (o fallar) goles increíbles.

Conforme la información daba cuenta de que a sus 27 años habría muerto víctima de una apendicitis y del corto circuito que sufre el migrante en una cultura distinta, rememoraba las veces en que como estudiante, en Santiago de Chile, tampoco sabía qué hacer ni a dónde ir cada vez que me sentía enfermo, en una ciudad y una cultura en apariencia tan cercana a la de Ecuador. Y cuando vi las imágenes de su padre, «La Pantera» Benítez, el goleador de los ochentas, conmocionado por la muerte de su hijo, sentí que junto al peso de tantos recuerdos, la tristeza se volvía aún más profunda cuando me puse en el lugar del padre que pierde a su primogénito, ese que también se volvió loco con el fútbol y, a fuerza de patear el balón con destreza, se convirtió en ídolo.

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