Homofobia en discotecas de Quito

Miguel Molina Díaz
Barcelona, España

Hay algo salvaje en las discotecas de Quito que les da una tonalidad de tierra sin Dios ni Ley. Si hiciera una evaluación de mis anécdotas la mayoría serían recuerdos agradables o por lo menos chistosos. Recuerdos de los días en que íbamos con el grupo del colegio, todavía menores de edad, a ver que pasaba. La mayoría de veces nos dejaban entrar. Y luego, con más frecuencia, durante la universidad. Para ser sincero no son mis lugares favoritos. Cuando voy aprovecho y disfruto el momento, pero inevitablemente soy más de bares y de conversaciones largas que de reggaetón sucio, pop y electrónica. Sería más de salsa si sabría como bailarla. Pero después de años de intentos, no lo he logrado.

Lo que siempre me ha llamado la atención de las discotecas (y no solo de Quito, lo mismo se podría decir de Barcelona o Nueva York), es el espacio primitivo que surge de los más primarios instintos: el depredador identifica a su presa, avanza en el acecho, analiza el terreno, rodea a su víctima y salta con la seguridad de un león. Pero, por más león o tigre que el depredador sea o se crea, quién termina decidiendo es la presa. Si se niega, pues ni modo. A intentar otra con otra. Pero si accede a la salvaje cacería puede pasar de todo… Por eso es absolutamente común, en las discotecas de Quito (y del mundo), ver a hombres y mujeres devorándose con besos que emulan, si no el amor, el hambre y la calentura.

Así, como documental de National Geographic, recordaba a las discotecas de Quito. Pero, hace muy pocos días, leí en el Facebook el testimonio de una persona que indudablemente me hizo cambiar de opinión. La tierra sin Dios ni Ley en realidad es el negocio de un grupo de primitivos empresarios desbordados por la más rapaz homofobia. La experiencia de Javier, un amigo que estudió en mi colegio, lo testifica: “Fui a esta discoteca Taoz por el cumple de una amiga. Conocí a un tipo y después de hablar y un par de tragos lo besé, nos besamos, nada importante. Llega el que se suponía era el administrador, no sé si lo era la verdad pero trabajaba ahí. Lo único que pudo decirme fue: oye o paras o te saco».

Para entender la indignación de Javier, que es uno de muchos otros que han sufrido este maltrato, es preciso imaginar el momento. Yo lo imagino así: la oscuridad se mezcla con los flashes intermitentes y el humo. Suena a todo volumen ‘Burred Lines’ de Robin Thicke. En las pantallas gigantes, ubicados en paredes estratégicas, se pasa el video de la canción con modelos semidesnudas bailando junto al cantante.

“Everybody get up”

En la pista parejas heterosexuales de años y otras que se conocieron hace pocos minutos bailan esplendorosamente.

“Hey, hey, hey”

“Hey, hey, hey”

“Hey, hey, hey”

Las miradas de encuentran con insistencia.

“If you can’t hear what I’m trying to say”

“If you can’t read from the same page”

“Maybe I’m going deaf,”

“Maybe I’m going blind”

“Maybe I’m out of my mind”

Los rostros de acercan y besos feroces despiertan las sensibilidades de los cuerpos sobre la pista.

“OK now he was close, tried to domesticate you”

“But you’re an animal, baby, it’s in your nature”

“Just let me liberate you”

“Hey, hey, hey”

“You don’t need no papers”

“Hey, hey, hey”

“That man is not your maker”

 Javier besa a su pareja de baile y pese a la magnitud de la improbabilidad es correspondido.

 “And that’s why I’m gon’ take a good girl”

“I know you want it”

“I know you want it”

“I know you want it”

Y, en medio de una discoteca en la que si no fuera por la ropa las parejas heterosexuales se estuvieran devorando, Javier es alertado. O para o le echan. Así de simple.

Y eso, precisamente, diferencia a las primitivas discotecas de Quito de aquellas que amenizan la noche en las grandes capitales del mundo. ¿Qué la ecuatoriana es una sociedad democrática? Pues no. ¿Qué la quiteña es una sociedad moderna? Tampoco. En las discotecas no existe Constitución de Montecristi ni vientos nuevos. El antediluviano arquetipo machista es la única ley e impone que el perreo sucio es para parejas conformadas por un hombre y una mujer, nada más. Si son dos mujeres las que bailan y las que se besan, pues que sirva para deleite de los ojos. ¡Pero dos hombres, ni pensarlo!

Me limité a poner un ‘like’ en el testimonio de Javier y le dije que me ha dado tema para mi columna de esta semana pues los administradores de muchos nightclubs quiteños no son más que los bandoleros del siglo XXI. Creo que esto es algo que se lo debe discutir profundamente. ¿Queremos una sociedad que siga fomentando el machismo y la discriminación en tantos espacios? ¿Será posible que algún día el encuentro de seres humanos para escuchar música, bailar, conocer gente y divertirse pueda estar exento de la homofobia? Ojalá que sí. Ojalá.

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