La gran guerra

Joaquín Hernández Alvarado
Guayaquil, Ecuador

El próximo año, 2014, se conmemorará el centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial, la “Gran Guerra”. No debiera tratarse sin embargo, de la evocación de nombres, lugares, fechas y estadísticas de caídos en combate o muertos en los infiernos de las trincheras del Frente Occidental o en las despiadadas marchas del Oriental. Es algo más grave que eso y que compromete a la pregunta sobre el significado de nuestra especie en la tierra. ¿Cómo fue posible que millones y millones de hombres, mujeres y niños viesen literalmente estrujada su existencia y lanzada, -sin piedad ni remordimiento, –al desecho de lo inservible? ¿Qué nacionalismo puede sostenerse en pie ante el horror que provoca? ¿Cómo explicar que el destino de tantas personas,- culpables solo de vivir en tiempos y lugares equivocados,- fuese el matadero por culpa de líderes mediocres, ignorantes o hasta estúpidos?

Por ello, la primera pregunta necesaria que hay que hacerse es si la guerra era inevitable. A nivel de grandes líneas generales, la respuesta resulta afirmativa sobre todo para quienes pensaban o siguen pensando que la guerra económica entre los grandes imperios del siglo XIX, el proteccionismo y la búsqueda desesperada de materias primas y mercados solo podía atraer a los cuatro jinetes del apocalipsis según el memorable y siniestro título de la novela de Vicente Blasco – Ibáñez. Esta explicación no deja de ser siniestra. Entre el hedor de los cadáveres descompuestos de hombres y caballos, de restos de cuerpos destrozados y tierra horadada y lacerada, brillaría, de acuerdo a dicha explicación el sentido de la historia.

Pero la historia humana es más que la aplicación de grandes tesis generales. Lo singular, el azar, lo diferente son claves de los seres humanos. El asesinato del Archiduque Francisco Fernando y de su esposa en Sarajevo, no tuvieron que desencadenar necesariamente esa guerra como lo muestra el libro clásico de Barbara W. Tuchman, Los cañones de agosto, sino se hubiesen reunido la malicia y falta de cálculo de Conrad von Hötzendorf al presionar para la declaración de guerra a Serbia, la personalidad de Guillermo II (“El problema con él es que hablaba demasiado y decía muchas estupideces” como señala la historiadora Margaret McMillan), la criminal cerrazón de mente de los generales de todos los bandos a quienes les importaba un comino mandar a la muerte millones de sus soldados, la falta de una estrategia realista y la ingenuidad digna de mejor causa de quienes aseguraban a sus familiares que para Navidades estarían de vuelta a casa.

La Gran Guerra es una lección permanente sobre la ineptitud humana. Los cuatro imperios que entraron en guerra prepararon con ella su caída. Con el Somne, Verdum, Ipres, Paschandele, Europa misma preparó su declive como centro hegemónico de poder. Una “bella época” fue sepultada para siempre. Nunca más, en la siguiente historia del mundo, sus promesas de felicidad fueron siquiera avizoradas, jamás por supuesto cumplidas. Imposible explicar tanto horror, tanta mediocridad.

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