¡Basta!

Juan Jacobo Velasco
Manchester, Reino Unido

En el curso de las últimas semanas dos hechos delictivos provocaron conmoción. Cobraron la vida de Mónica Spear y su pareja en Venezuela y de un japonés en el Ecuador, amén de una niña y una esposa, heridas en los tiroteos, pero sobre todo desagarradas para siempre por los macabros eventos. Los crímenes resonaron nacional e internacionalmente por tratarse de una afamada artista (ex miss) y su familia, y de turistas nipones, que habían decidido vacacionar, sin más interés que pasarla bien como en cualquier viaje recreativo. Pero se encontraron con un trágico descanso eterno, que solo hubiera engrosado las abultadas cifras de crónica roja con su secuela de olvido paulatino, de no mediar el perfil y el origen de las víctimas.

Lo que vino después fue una suerte de discusión más profunda y un despertar de conciencias ante los asesinatos y los secuestros que, por su recurrencia, adquieren visos de “normalidad”. Venezuela, por el nivel de criminalidad y violencia, hace rato está posicionada entre los países más peligrosos del orbe. El debate, en el país llanero, había entrado en un punto muerto siniestro acerca de las verdaderas cifras de muertos, siendo las de oposición y Gobierno distintas en magnitud pero similares en sus horrendas implicaciones: ciudadanos que no pueden salir a la calle, la paranoica sensación de vulnerabilidad, la alta probabilidad de victimización, la incertidumbre y el desasosiego. El Gobierno de Maduro no puede continuar dándole la espalda a ese monstruo que ataca y asesina sin discriminar por edad, sexo, nivel socioeconómico ni belleza. El problema no solo requiere acuerdos nacionales. Sobre todo necesita transparencia y una determinación que hasta ahora no han existido y difícilmente puedan aparecer si prima la negación.

Las ecuatorianas son cifras de criminalidad que si bien no llegan a la envergadura venezolana, tienen un correlato con el clima de inseguridad, la sensación de indefensión y la inconsciente necesidad de protección que buscamos todos y que implica desconfiar del resto. Para la sociedad japonesa, un ambiente así es inconcebible. Sus ciudadanos pueden caminar libremente y a toda hora, pueden hablar por celular incluso en los bancos, no tienen necesidad de mirar el sello de garantía de los taxis, no viven amurallado.

Por eso en el Japón lo ocurrido en Guayaquil raya en el absurdo. En cambio, para nosotros, es algo habitual. Y esa cotidianidad implica un comportamiento colaborativo cuando uno es asaltado. Es un hecho de la causa que requiere una humillante docilidad. Me imagino a los recién casados en shock, al esposo reaccionando, a los disparos que lo silenciaron. La recompensa es solo una bofetada más. Aparece como un lavado de imagen pero en realidad nos dice que, ante eventos así, sí hay diferenciación que se evidencia en el monto de la recompensa y en la velocidad/lentitud con que actúan la policía y la justicia cuando la víctima es “especial” o cuando se trata de otro ciudadano más.

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