Correa y Rafael

Juan Jacobo Velasco
Manchester, Reino Unido

Desde siempre me ha llamado la atención la relación que la ciudadanía tiene con el Presidente de la República, sobre todo en la manera como se refieren a él. Sus simpatizantes expresan la cercanía que sienten utilizando su nombre, Rafael, casi como si se tratara de un integrante más del entorno, como parte de su familia o como un amigo cercano. De hecho, esa cercanía se ha plasmado no solo en el guión de los eventos presidenciales cuando comparte con la gente, sino en el conjunto del mercadeo –y la maquinaria correspondiente- que ha hecho del nombre de pila del presidente de la República una de las marcas más recordadas y de mayor valor político, por la índole afectiva que sugiere.

Pero cuando en el lenguaje cotidiano la gente llama Correa al presidente, denota ese espíritu marcado por una cierta distancia, ya sea por animadversión, por respeto o derechamente por el temor que inspira. En la denominación más formal para referirse al primer mandatario se resume el ejercicio de un poder cada vez más omnipresente, reactivo e incontestable, que se impone en el imaginario del país y genera una mezcla de sensaciones, pero nada como el nexo empático que provoca Rafael. En Correa está la impronta de un poder sin contrapesos, que decide qué es justo, bueno, patriótico, decente  y qué no lo es, siempre desde la dura retórica del que se sabe poderoso y no tiene rubor en usar ese poder. En Rafael, en cambio, está el ciudadano a pie, el pana del barrio, el que acompaña desde un lenguaje coloquial y afable a sus amigos y simpatizantes.

Estas elecciones seccionales supondrían una nueva prueba de hasta qué punto Rafael es efectivo para endosar a otros candidatos,  el respaldo acumulado por el ícono político dominante de comienzos del siglo XXI. Quien acompaña a los candidatos de AP no es Correa, el presidente de la República, sino Rafael, ese cercano fenómeno político convertido en gran elector. El caudillo ha sido efectivo en separar las dos facetas de su personalidad, al punto en que Correa le pide formalmente permiso al Congreso para convertirse en Rafael por unos días.

El problema, grandísimo en una democracia, es que Rafael Correa es uno solo, con su investidura presidencial 24/7. Difícilmente en una democracia madura un presidente podría hacer campaña acompañando a sus candidatos. No estoy hablando solo de países desarrollados política y socialmente. En Chile, por ejemplo, la intervención gubernamental en las elecciones provoca escozor, está prohibida y es sujeto de sanción. La idea es que el Gobierno de por sí tiene demasiado poder y usarlo en una campaña resulta injusto, pues tiene un mandato para con todos sus ciudadanos, incluyendo a la oposición. Acá es distinto. Rafael es quien aparece pidiendo que voten por sus amigos. Pero Correa es quien está detrás, esperando aumentar su poder, porque sus candidatos, si son elegidos, tendrán una deuda que se transformará en cooptación y servilismo.

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