Lo que no esconden las palabras

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

Debe ser un residuo de nuestros remotos antepasados el pensar que evitando la pronunciación de ciertas palabras se logra neutralizar fuerzas que consideramos negativas. El no mencionarlas pueden servir también, de acuerdo a tales primitivos antecedentes, para ocultar hechos que rechazamos, que queremos eludir e ignorarlos.

El valor y la fuerza que poseen las palabras se me hicieron presentes, días atrás, ante el discurso que pronunció la presidenta argentina, Cristina Kirchner, dentro de la línea elemental de pensamiento que la ha caracterizado siempre y un nivel de discurso dirigido a un auditorio del parvulario. Con un tono paternalista, invitó a los argentinos a vivir dentro de un clima de amor y paz, mientras la calle, la que posiblemente no haya pisado desde hace algunas décadas, le estaba respondiendo lo contrario.

Su preocupación era, evidentemente, aunque no lo confesara, la ola de violencia y de inseguridad que se ha apoderado de la propia Buenos Aires en los últimos días. Vecinos enfurecidos por la indefensión en que se encuentran y la impunidad con que actúan los delincuentes, terminaron linchando a varios jóvenes entre 16 y 20 años, cuando los sorprendieron robando en calles céntricas de Buenos Aires. Ciudadanos hartos de estar a merced de los delincuentes, ante la ausencia de las autoridades y la falta de castigo, reaccionaran de una manera que era de prever: optaron por hacer justicia por cuenta propia y, sin más ni más, los lincharon en las calles de la ciudad, a la vista y paciencia de los transigentes.

En ningún momento de su discurso Cristina Kirchner pronunció la palabra “linchamiento”, del mismo modo que en los meses pasados evitó, en todos sus discursos, utilizar la palabra “inflación” que se había disparado a límites insostenibles: el 25% mientras el Gobierno reconocía nada más que un 8%. Por omitir tales palabras en su discurso, la violencia callejera no será menor ni el coste de la vida será más bajo a causa de sus mentiras sobre los altos índices que eran manejados nada más que por los economistas y por las amas de casa cada vez que entraban a comprar en el supermercado. Las mentiras, o las omisiones, en uno y otro caso han tenido consecuencias funestas con la correspondiente cuota de sufrimiento de la ciudadanía de a pie.

El acto de linchamiento debe ser uno de los hechos más violentos y vergonzosos que podamos imaginar, ya que se imparte la justicia en un momento fuertemente emocional por parte de un grupo de personas que carecen de autoridad para hacerlo y de conocimientos para decidir. Pero también es el resultado de una ciudadanía que ha colmado su capacidad de hartazgo al sentir que no encuentra, en las autoridades el grado de protección que cualquier ser humano requiere.

Así como Hamlet se quejaba de que “hay algo que huele a podrido en Dinamarca” al presentir que su padre había sido asesinado y no muerto por la picadura de una víbora, hay algo que está oliendo a podrido en el continente ya que la justicia por mano propia se ha visto no solo en Argentina, sino, además, en Bolivia, que se encuentra en la misma línea ideológica que Argentina. Los experimentos, por llamarlos de alguna manera, políticos que se están ensayando están muy lejos de dar los resultados que se esperaban.

Es llamativo que los países hoy día bautizados con el impreciso y etéreo término de “bolivarianos”, hayan entrado en una espiral de violencia y un derrumbe económico que no prometen nada esperanzador para el futuro. Porque se utilicen ciertas palabras y se eviten otras, no se lograrán soluciones, las soluciones urgentes que está pidiendo la gente acorralada entre la pobreza, la carestía de productos esenciales para la vida en comunidad y, sobre todo, por la creciente criminalidad motivada justamente por dicha situación.

El hartazgo producido por esta circunstancia ha logrado que se haya comenzado a romper esa delgada tela de humanidad que llamamos civilización y que requiere que cada día la reparemos, la renovemos, la pongamos a la altura de los nuevos retos y las nuevas necesidades. Si no lo hacemos así, inevitablemente regresaremos al garrote y al hacha de pedernal.