La soledad de García Márquez, eternamente nuestra

Miguel Molina Díaz
Barcelona, España

No hace mucho, cuando llegué a Barcelona, y comencé a recorrer las librerías, me decía que tal vez, décadas atrás, Gabriel García Márquez hacía ese mismo recorrido y que la probabilidad de encontrar un libro de ocasión que alguna vez fue revisado o simplemente tocado por él, no era tan absurda

Debe ser el romanticismo –a veces tan atroz– que los ciudadanos de Macondo compartimos. Una especie de ilusión o fe siniestra que nos hace creer en los libros de forma religiosa. Como si el misterio del mundo y la permanencia del mismo dependiera de los grandes libros que han marcado los tiempos.

De niño oí mucho sobre un tal García Márquez, sus putas tristes, la cólera, Remedios la bella que levitaba y la magia. Lo primero que leí, para entender quién diablos era este tipo, fue ‘Cien años de soledad’. Recuerdo que tenía 14 años y que hasta entonces nunca había sentido la necesidad –incontenible y desesperada– de que un libro no se me acabe nunca. Recuerdo, además, haber sentido que este escritor confesaba, abiertamente y sin escrúpulos, los secretos de mi propia familia.

Así entendí que mi estirpe, condenada a no tener una segunda oportunidad sobre la faz de la Tierra, era una determinada por el dolor y el humor; una gran familia desparramada sobre todo un continente. Entendí que mi patria era Macondo y, consecuentemente, me supe latinoamericano e idéntico a estos seres tan extraños que habitan los territorios de nuestros países.

Entonces comencé a devorar sus libros, en busca de esa magia que es desear que una historia no se acabe nunca. Me hice bolivariano –de los buenos, no los falsos de hoy– con ‘El general en su laberinto’. Anhelé una Europa desconocida con los ‘Doce cuentos peregrinos’. Disfruté con ‘El coronel no tiene quien le escriba’ y con ‘Del amor y otros demonios’, pero comencé a sospechar que nunca más sentiría aquello indescriptible que me ofreció ‘Cien años…’.

Debió de ser un 6 de marzo cuando comencé con ‘Crónicas de una muerte anunciada’ y leerlo se volvió una prioridad en mi vida, mucho más que la clase de Derecho Constitucional a la que debía entrar aquella mañana remota. Era la maestría de un narrador que no necesita servirse de misterio alguno para atrapar al lector. En el primer capítulo ya decía que Santiago Nasar fue asesinado y daba los datos más relevantes de la trama. Entonces, ¿qué era lo que me hacía leer la historia hasta el final?

Al poco tiempo volvió la magia de desear que un libro sea el resto de la vida porque valía la pena vivir entre esas palabras. Comencé ‘El amor en los tiempos de cólera’ y descubrí el secreto del genio: era lenguaje. Me adentré en las vidas del doctor Juvenal Urbino, su esposa Fermina Daza y el telegrafista Florentino Ariza. Me sumergí en la Cartagena de finales del siglo XIX, subí por el río Magdalena, me enamoré de la Diosa Coronada y acepté que el olor de las almendras amargas, inevitablemente, me iban a recordar el destino de los amores contrariados.

El secreto de García Márquez era el lenguaje, su limpieza, su magia, la pulcritud de sus silencios. Gracias a él comprendí que la historia de amor de dos viejos podía ser una metáfora de los sueños más hermosos. García Márquez lo tenía muy claro: creía abiertamente en la belleza del lenguaje y de la vida.

De entre las imágenes que existen de él, prefiero la de joven, la de reportero raso y soñador delirante. La imagen de periodista risueño que habla por teléfono y tiene sus pies sobre el escritorio, probablemente en una sala de redacción. La imagen del muchacho que al regresar a la casa de sus abuelos, en donde pasó su infancia, piensa que quiere pasar su vida escribiendo.

El verdadero legado de todo gran artista no es tanto su obra como el entusiasmo, que es la forma más peligrosa y contagiosa de la locura. García Márquez pertenece a la reducida estirpe de los escritores que provocan la enfermedad de la literatura a otros escritores. Y abrir ese despeñadero es su legado. Gabo es, como Cervantes y Cortázar, la llave de una epidemia mortal e incurable que tiene su origen en el lenguaje.

Es el entusiasmo, la ilusión, el delirio de la escritura. García Márquez fue parte de un tiempo, tal vez irrepetible, en que los escritores latinoamericanos eran como guerreros o gladiadores, se enfrentaban a tiranos y rufianes, creían en el periodismo como el mejor oficio del mundo, soñaban con triunfar en París y lo lograban. Encarnaban una mezcla heroica entre dandis y ermitaños. Eran faros poderosos y con su luz creaban continentes, las grandes geografías del amor y la soledad. Fueron un grupo de creadores cuya valentía no tenía fin porque su arma era la palabra, con ella partían al exilio o al retorno e inventaban el mundo.

El 18 de abril, macondiano jueves santo, fue un día hermoso. Me puse al corriente en temas de correspondencia y recibí excelentes noticias. En la noche participé en una reunión de amigos y la charla era realmente divertida. En eso estaba cuando un mensaje de Ana María López me comunicó que Gabriel García Márquez había muerto.

A los pocos minutos me di cuenta de que, en esa reunión, yo era el único latinoamericano y, por lo tanto, el único para quien la orfandad continental había comenzado. Era, justamente, la soledad de nuestra estirpe. El azar o el destino me había puesto a contemplar completamente solo los “últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”.

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