Abrebocas

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

La final de la Champions de 2014 se convirtió en el mejor abrebocas para ese banquete futbolístico que será el Mundial brasileño. Nada mejor que el drama representado por los equipos madrileños en tiempo reglamentario, y el destino implacable marcado a fuego y tres goles en la prórroga, para escenificar la esencia del fútbol, que muchos apostamos se revivirá en junio: los fantasmas de la historia, su circularidad, la posibilidad de inesperadas sorpresas, la belleza que reporta ver cómo la entrega y el esfuerzo pueden cambiar destinos, la frustración y el desasosiego que estallan cuando un gol rival hace pedazos la ilusión propia. Y, por último, toda la emoción bamboleante y a tope que brindan los partidos de fútbol en una gran cita.

El encuentro entre el Real y el Atlético está emparentado con otros clásicos por el desborde de historias y los giros inesperados. Era volver a presenciar la lucha entre David y Goliat en sus versiones albirroja y merengue. Era jugar con los cánones de una historia en la que el Real ganaba por goleada en número de “orejonas”, blasones y presupuestos y al “Aleti” le pesaba ese episodio infame que lo dejó KO 40 años atrás en la (doble) final de Bruselas. Fue transitar por una película en la que todo parecía destinado a salirle mal a los de Simeone con el rápido cambio de un mal recuperado Diego Costa, pero que en realidad se desarrolló con una normalidad pasmosa en el primer tiempo gracias a una mecánica de quite y de entrega en la que los rojiblancos envolvieron a sus “hermanos”.

Luego el guión dio un nuevo giro con el fallo de Casillas, señero héroe merengue, que con la falsa salida que produjo el gol de uruguayo Godín, estaba destinado a darle razón a “Mou” y a tantos otros que querían verlo caer. Luego la trama se convirtió en ese monólogo de voz “in crescendo” que se nutría de los constantes desbordes de Di Maria y Bale, primero, y Marcelo, después, que quedaban mucho más evidentes cuando sus rivales no podían salir del mediocampo por efectos de una temporada extenuante que les empezaba a comer las piernas de forma acelerada.

La zaga del “Aleti” luchaba contra el poder merengue con uñas y dientes. Su esencia estaba presente en cada jugada, en donde la carne se extremaba en ese esfuerzo por cuidar que el rival no se acercara al arco de un Courtois seguro. Una y otra vez la muralla que ha sabido construir Simeone despejaba las embestidas, con más corazón que con un fútbol que se agotaba como en los relojes de arena, hasta casi quedar vacío. El único consuelo era que ese agotamiento tenía un paralelo en el tiempo. Y que la gloria estaba a pocos pasos. Apenas a minutos.

Todos pensaban en eso cuando Sergio Ramos, el jugador más corajudo del Real, mostró que el fútbol es un juego que se define por voluntades. Ramos les recordó a todos que la voluntad de ganar puede torcer destinos que a su vez quieren torcer historias, y regresar a ese patrón que glorifica aún más a los gloriosos. A partir de su gol, la explosión blanca, la desmoralización rival y la lluvia de goles en el alargue, fueron un resultado ineludible, que ensalza la historia del equipo merengue. Y que deja a sus rivales con la frente en alto pero una amargura inmensa impregnada en el alma y en el inconsciente colectivo.

De esto, se trata, justamente, lo que los fanáticos queremos ver en el Mundial. Es el evento en donde los mejores quieren imponerse a punta de fútbol pero, sobre todo, de voluntad. Esta se manifiesta de muchas maneras, con las ganas de hacer historia o de torcerla, con los fantasmas que rondan en la forma de episodios tristes/gloriosos (el Maracanazo para brasileños y uruguayos), con una emoción latente y transversalmente tan cercana, que no conoce de pasaportes, géneros ni  edades. Pero siempre se expresa en eso que todos sentimos cuando alguien quiere ser el mejor.

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