Fotógrafos de guerra

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

Es en algún lugar de Oriente Medio; después nos enteraremos de que es Kabul. Hay una ceremonia fúnebre, pero la “muerta” abre los ojos y sale de la fosa. Le sigue una ceremonia que podríamos pensar que se prepara para una boda: otras mujeres la bañan, la limpian, la maquillan y, en lugar de ponerle el traje de novia, le ayudan a ponerse varios cinturones con cargas explosivas en torno al cuerpo. La descripción es minuciosa: la forma en que pasan los cables sobre la cabeza, el detonador en la mano derecha y, finalmente, la túnica que lo cubre todo.

La escena pertenece a la película de origen noruego “Mil veces buenas noches”, del realizador Erik Poppe, y la historia gira en torno a una fotógrafa de guerra de origen irlandés que, en un momento dado, describe el sentido dramático de su trabajo: “A la gente le interesa más verla a Paris Hilton salir del hotel en ropa interior que lo que aquí sucede”, pero es consciente de que es necesario hacer ese trabajo.

Casada con un biólogo marino, y con dos hijas adolescentes que viven esperándola, viva o muerta, en Irlanda, debe enfrentarse al dilema de tener que elegir entre su trabajo y su familia, entre esas dos niñas que necesitan una madre y esos miles de niños que son asesinados por el enfrentamiento de grupos fundamentalistas, ya sea en Kabul o en los campos de refugiados de Kenia en los que buscan sobrevivir millones de desplazados a causa de la violencia.

La historia adquiere dramática actualidad en el momento en que las redes sociales transmiten el asesinato del fotógrafo estadounidense James Foley, decapitado delante de las cámaras por un miembro del grupo criminal Estado Islámico (EI), y, en el momento en que escribo estas líneas leo la noticia de la muerte, en las mismas circunstancias, de otro periodista norteamericano, Steven Sotloff. Posiblemente, el verdugo de ambos sea un joven inglés, de Londres o del sur de Inglaterra, y tiene aproximadamente veinte años.

Al finalizar la película, mientras se pasan los créditos, nadie se mueve de su butaca. Hay entre los espectadores un evidente estado de consternación. La protagonista, de nuevo en Kabul, se dispone a registrar una nueva ceremonia de imposición del cinturón (habría que decir “cinturones”, porque son varios) de explosivos, con una sutil diferencia: esta vez, no es una mujer madura, sino una adolescente que no tendrá más de quince años; quizá la misma edad de la hija que dejó en Irlanda. Al marcharse la víctima –o mártir, como les gusta creer a los fundamentalistas–, las mujeres se sientan sobre sus talones a llorar en silencio. También la fotógrafa, que ya no toma imágenes, aquellas con las que quiere cambiar el mundo. Pero la violencia, la brutalidad que se está viviendo en este mismo instante en una extensa región del mundo no se cambiará, ni mucho menos se detendrá, con imágenes. Hace falta que hagamos algo más. Lastimosamente, no lo sabemos.

Mientras tanto, los movimientos fundamentalistas, los grupos criminales que se esconden bajo nombres como Al Qaeda, Estado Islámico, Al Nusra, Hamás, Hezbolá, Boko Haram, Al Qaeda del Magreb Islámico y los que aparecen cada día se van abriendo paso en medio de una brutalidad que quizá no se pueda igualar con la que se ha vivido en otros tiempos de la historia, ni siquiera cuando las hordas de bárbaros invadían Europa periódicamente atraídos por una civilización y un modo de vida que odiaban porque no les pertenecía y a las que ellos tampoco pertenecían.

“Mil veces buenas noches” no es una película de denuncia, no es una película política, no es un panfleto, no es de protesta; es una obra que a través de su humanidad nos enfrenta, sin ninguna piedad, con lo que está sucediendo en este mismo momento con millones de desplazados, con asesinatos que se disfrazan de ejecuciones, con decapitaciones de inocentes, hechos que, sin embargo, nos empeñamos en no ver, porque vivir así, despreocupadamente, es mucho más cómodo.

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