La invención del pasado/ la lucha/ el 30-S

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

El asalto al Cuartel Moncada, en Sierra Maestra, fue el inicio de una historia de leyenda. Fidel no sospechaba que aquel 26 de Julio de 1953, desde el fracaso de su intentona golpista, la silueta cristalina de la revolución en América Latina se estaba gestando. Todos tienen un pasado, que los define, que los persigue. Así mismo, como Fidel cuando asumió su primer gran riesgo, Hugo Chávez Frías lideró una sublevación contra el orden establecido, a fin de tomarse el poder y rehacer Venezuela. Eso fue el 4 de febrero de 1992. Pero duró poco. Al medio día, sin poder dominar Caracas, Chávez comprendió que había fracasado: “Lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados”.

Aquel “por ahora”, sin embargo, se mantuvo como un anhelo pendiente en la memoria colectiva de Venezuela. Chávez había sido derrotado, pero no destruido. No hubo que esperar tanto para que su lucha sintonizara con gran parte de la población y llegara, por fin, al poder. Desde el 2 de febrero de 1999, hasta el día de su muerte, Chávez gobernó Venezuela, con mucho más poder del que se hubiera imaginado, hasta el punto de perder incluso el último resquicio de sobriedad y cordura respecto de su cargo y del destino venezolano.

Fidel también, décadas atrás, después del fracasado asalto al Cuartel Moncada, tenía el presentimiento de que ese, su fracaso y su posterior juicio, incluso su exilio en México, era el inicio de una lucha que lo llevaría a los anales de la historia del siglo XX. Tanto lo sabía que, con absoluta convicción, incluso con la certeza de su compromiso y ambición, que es algo muy parecido al ego, se atrevió a afirmar en su alegato de defensa, durante el juicio que el gobierno de Batista siguió en su contra, que la historia lo absolvería. Hoy, el éxodo de miles de cubanos, la extrema pobreza, la persecución a los homosexuales y disidentes, están, finalmente, otorgando a Fidel su verdadero puesto en los libros de historia.

Pero ese es otro tema. Este texto es sobre grandes líderes y grandes leyendas. Hombres gigantes que, en algún punto del devenir latinoamericano, parieron a la patria o creyeron que parieron a la patria. Otro de ellos que, como Fidel, combatió con las armas y arriesgó su vida por el pueblo y por la revolución fue el sandinista Daniel Ortega, que lideró la lucha contra la satrapía de la dinastía Somoza y la conspiración de los ‘contras’, financiados por la CIA. Todos tienen un pasado y esa sombra pusilánime que hoy es Ortega fue, en su momento, la silueta de un guerrillero de leyenda que inspiró al continente.

José Mujica, el mandatario humilde, ecuánime, moderno, pacífico, conciliador y demócrata, quizás el más revolucionario de todos, el menos conservador, el presidente que ha deslumbrado al mundo, incluso atreviéndose a permitir el aborto y el consumo de marihuana, aquel anciano sabio, también, cuando fue joven, se alzó en armas para derrocar al gobierno y hacer la revolución. Y su actividad guerrillera le pasó factura: pasó casi 14 años de su vida tras las rejas de una prisión.

Pienso que esos minutos largos y fríos, privado de su libertad, fueron fundamentales para moldear su carácter de demócrata puro y duro. Hoy evitaré caer en la redundancia de resaltar sus obras, como todo el mundo que analiza el Uruguay lejos del Uruguay, y me quedaré con la imagen del luchador infatigable que demostró su valor no detrás de los micrófonos de una sabatina o del circuito de elogios y seguridad que le ofrecen los guardaespaldas y los aduladores, sino en el simple hecho de vivir revolucionariamente y entregar lo más preciado, la libertad, a cambio de conservar su íntima convicción política.

Brasil, el gigante latinoamericano, camina, muy probablemente, a 16 años de gobierno del Partido de los Trabajadores. Lula Da Silva, luchador, y Dilma Rousseff, luchadora, arrastran sobre sus hombros un pasado de lucha sindical y guerrillera, respectivamente. Bachelet, la chilena, fue joven y lúcida, es decir, socialista y opositora al régimen sanguinario de Augusto Pinochet. El padre de Bachelet fue asesinado, vilmente, por la dictadura militar chilena y ella, para salvar su vida, tuvo que partir al exilio. Luego estudió medicina, participó activamente en el proceso de reconstrucción democrática y llegó, por dos ocasiones, a la presidencia de Chile, cargo que ejerce actualmente.

Evo Morales viene desde abajo, de la historia soterrada, del despojo. Su historia personal es la historia de la reivindicación de una mayoría marginada, históricamente, por el poder político y económico. El primer presidente indígena, más allá de los desaciertos iracundos que día a día consagran su desgobierno, tiene un pasado de lucha. La lucha de los líderes latinoamericanos, de tendencia izquierdista, es su máximo emblema y su más brillante carta de presentación frente a sus electores. Incluso la familia multimillonaria que gobierna la Argentina, el difunto Néstor y su esposa Cristina, fueron, en su juventud, perseguidos por la sombra oscura que llenó de sangre y sufrimiento al cono sur.

¿Y qué pasa en Ecuador? ¿Quién es Rafael Correa? ¿Dónde estuvo Correa cuando los líderes de América Latina decidieron jugarse la vida por su ideal revolucionario? No pretendo, en este texto, hacer una valoración de éstos gobiernos, muchos de los cuales son nefastos. Simplemente he identificado, en el pasado de éstos líderes, elementos en común que legitiman, en cierta medida, sus carreras políticas. Y ese elemento en común es, ante todo, su lucha, su riesgo, su coraje político e incluso revolucionario. Un elemento que, evidentemente, no es posible encontrar en la biografía de quién se autoproclama el líder de la izquierda ecuatoriana.

La historia de Correa es distinta. No es la historia de la militancia, no viene desde las luchas de la izquierda, no sabe lo que fueron los intentos de hacer la revolución en esa descarnada América Latina del siglo XX. No estuvo junto a las muertes, no huyó de la persecución, no sufrió la tortura. Su historia es la de una familia de clase media, con graves dificultades económicas y problemas internos, como casi todas las familias. La suya es la historia de un estudiante con excelentes calificaciones, con mal humor, con un brillante porvenir pequeño-burgués, en el mejor sentido de la palabra. Es la historia de un académico que estudió en Lovaina y luego en Illinois, que fue profesor de economía en la universidad más cara y elitista del Ecuador, que se codeó con al alta aristocracia quiteña, que puso a sus hijas a estudiar en un costoso colegio francés. Y en todo esto no lo juzgo ni critico, solo lo describo.

Hay enorme diferencia en la trayectoria de Correa y el correismo versus sus colegas presidentes de América Latina y sus respectivos procesos políticos. Diferencias que, no siendo sustanciales, son curiosas en la medida en que se trata de gobiernos que se identifican, ellos mismos, como progresistas.

Toda esa divagación, que para muchos será inútil, me ha permitido entender lo que desde hace cuatro años ha vivido el Ecuador. Toda la propaganda del Estado en un intento desenfrenado y desesperado por llenar el vacío del que su proceso político e histórico adolece. Eso es el 30-S: no la fiesta de la democracia, sino la invención de un pasado que nunca fue. Festejan, conmemoran, dan discursos altivos y exagerados, patrióticos hasta el hastío y el absurdo, para crear la historia de una lucha o aparentar que existe la supuesta historia de una lucha, de un pasado aguerrido, de un coraje que marcó el destino nacional.

Asistimos al montaje de una leyenda. Una con muertos, con enemigos diabólicos, con héroes. Pero, a diferencia de esas otras leyendas que marcaron la historia latinoamericana, ésta simplemente es la evidencia de una carencia. No será el poder ni la propaganda, por más desmedidos que sean, capaces de inventar el pasado de sus líderes. Cada quién es lo que es y da lo que puede dar. En el 30-S, ellos fueron valientes desde el poder. Y eso les resultó muy fácil. Ser héroes, por fin. Pese a los muertos y al sufrimiento de las familias que perdieron en ese día nefasto. Para la mayoría de los hombres y mujeres duros y duras del gobierno, la palabra revolución les queda muy grande, es un eufemismo, una mera aspiración imposible, algo que lo repiten para ver si logran, por pura repetición, creérselo.

Y no, no lo logran.

Si tan solo pudieran tomarse, por pocos instantes, el Cuartel Moncada…

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