Memoria en lugar de cenizas

Antonio Villarruel
Quito, Ecuador

Los cuarenta y tres chicos asesinados en Iguala están muertos, dice el Procurador del país que los asesinó, y entonces la gente cae en un duelo del que no debió haber salido al menos desde el año sesenta y ocho, después de la masacre de Tlatelolco. Partes de los cuerpos de los chicos están en fundas, se van descomponiendo por los ríos, andan flotando como hojuelas de ceniza en el aire, dice más o menos el Procurador, y entonces el presidente Peña Nieto, que aún le debe a ese país una explicación de por qué, cuando era gobernador del Estado de México, en el año dos mil seis, mandó a masacrar, a violar y a perseguir a campesinos desarmados que protestaban porque no querían aeropuerto en la zona donde cultivaban maíz y fréjoles; entonces el presidente Peña Nieto, escribía yo, que es la encarnación del triunfo de la supuesta regeneración del partido que recogió las consignas de la revolución de ese país, Peña Nieto mismo dice, o manda decir, quién sabe, que comparte las angustias y el dolor de los familiares de las víctimas y que, como le duele, del mismo modo como acaso les dolió a otros burócratas la masacre del sesenta y ocho o la masacre del dos mil seis, ha decidido emprender una estrategia de reconciliación política.

Peña Nieto calcula bien, no se despeina, nunca se despeinó. Por eso decide también que es hora que el país sepa que le duele la muerte de los chicos, que no quiere que bestialidades así vuelvan a repetirse en el país. Punto y aparte, caso cerrado, y México a otra cosa.

Casi nadie se acordaba de los muchachos, ahora oficialmente muertos, cuando protestaban en contra de las maquinaciones de una pareja que estaba a la cabeza de una institución policial que luego los metió en vehículos con destino a quién sabe dónde. Ya un par de años atrás habían perdido un par de compañeros, asesinados por los mismos. Por qué habrían de acordarse los demás, si eligieron a un partido político que desgastó toda la legitimidad de la guerra civil que se vivió a comienzos del siglo pasado. Por qué habrían de acordarse, si apenas se raspa la tierra y salen fosas comunes, ene-enes, muertos que no convocan memoria.

Los muertos de Iguala eran, o son, muchachos pobres, preparándose para ser profesores de escuelitas rurales, agitadores de protestas en un país donde lo menos cómplice que se puede hacer es protestar, dar de alaridos y preguntar si es normal que lo mejor que tiene una sociedad sea cercenado, enfundado y sepultado en los basurales o en el tonel de noticias diarias.

Los muertos de Iguala no eran, son, porque sus padres han resuelto que aún siguen vivos y que el gobierno se lava las manos de manera rastrera. Y aunque esto parezca bastante improbable en un país controlado por fuerzas del orden que funcionan siguiendo a quien más les ofrece (¿qué ejército no es así?), hacen un ejercicio admirable de memoria, basado primero en no aceptar lo que dice el Estado. Luego, en no aceptar lo que dice el sentido común, el mismo que les impone agarrar menos de ocho mil dólares e irse a su casa a bajar la cabeza.

Si no es en los chicos, es en sus padres donde se mantiene lo poco que queda de esperar de este continente. Ya intentarán comprarlos y meter inquina entre ellos. Es probable que lo logren. Pero hay que decir que la cantidad de gente que lograron movilizar, y la persistencia con que mantienen viva la obligación de recordar a los muchachos, vivos y protestando, quiere crear una nueva capa de realidad extraída de semejante experiencia: la de la negación por convicción, la de la negación como motivo de dignidad.

Y así los reviven y los sacan del río, de los vertederos y los atomizan de nuevo y crean todo lo que los vivos no lograron crear.

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