Obviamente sí, yo también soy Charlie

Dos hombres han entrado en la redacción de un diario, nada menos que en París, y disparado sus fusiles de asalto en contra de doce personas, ocho de ellas periodistas, exclusivamente por su condición de tales. Los han matado por lo que expresaban. No tanto por sus ideas, sino por su osadía en difundirlas. Y ni el comunicado de condolencias de la Cancillería del Ecuador, ni las iniciales declaraciones del Presidente en Beijing, condenaron la causa por la que esos doce hombres habían sido masacrados.

No voy a mencionar, porque a estas alturas ya es un lugar común, que a mí tampoco me gustaron siempre las caricaturas de Charlie Hebdo. Yo he escrito antes que creo que la libertad, incluso la de expresión, tiene límites, y que estos se encuentran en la moral, y en la ley. Pero no puedo aceptar que la libertad de expresión pueda ser limitada por la violencia y la barbarie. Ni pretender que doce personas asesinadas por expresar sus ideas (o por estar en ese momento cerca de quienes lo hicieron) no son la prueba innegable de un atentado contra la libertad.

Siento discrepar con el Señor Presidente. E incluso con el Santo Padre, quien ha sostenido, muy suelto de huesos, en el avión que lo llevaba desde Sri Lanka a Filipinas, que si un hombre insulta a su madre debería esperar por lo menos un puñetazo. El argumento no es ni siquiera cristiano y va en contra de siglos de civilización. Después de Hammurabi, si un hombre te insulta, no tienes más derecho que acudir ante un juez para que haga justicia. Y no se vale que tú mismo hayas nombrado a los jueces o que estos dicten sus fallos influenciados por un temor reverencial ante el poderoso.

Caer a puñetazos a quien te ofende con la expresión de su pensamiento, disparar a un hombre desarmado que ha cuestionado tu fe, juzgar a un caricaturista, a un humorista, a un periodista, en un proceso en que no tiene la menor capacidad para defenderse, ni de ser declarado inocente si el gobernante ya ha sancionado su culpabilidad, son actos que vulneran la democracia en cuanto socavan la libertad de los individuos y pretenden someter a la sociedad ante el poder de la fuerza, o ante la fuerza del que controla todos los poderes.

Yo no creo que exista aquí una confrontación entre la libertad religiosa y la de expresión. Yo soy muy libre de creer en Dios e ir a misa los domingos, como otro a cuestionar mis creencias y mis costumbres. Occidente ha tenido que caminar mucho hasta que logró entender que los católicos no teníamos derecho a matar a nadie, ni a sojuzgar al prójimo en el nombre de Dios, como para que ahora tengamos que aceptar que los islamistas sí tienen derecho a hacerlo. “Las tablas de la ley” de Thomas Mann son tan heréticas como “Los versos satánicos” de Salman Rushdie, pero cuando se publicó, en 1944, a nadie se le ocurrió que Thomas Mann debía morir ejecutado porque sugería que Moisés había utilizado la religión para tomar el poder.

No deja de ser reconfortante que millones de personas en Europa, la vieja Europa, hayan salido a las calles a defender los valores básicos de Occidente. El derecho a expresar tu opinión, aunque te encuentres en minoría, sin temor a sufrir represalias por hacerlo. El derecho a la vida. El derecho de salir a las calles a manifestarme por lo que creo, a gritar a viva voz “Yo soy Charlie”, “¡Yo soy Charlie!”, “¡Sí! ¡Sí! ¡Yo también soy Charlie!”.

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