Alvaro Alemán
Quito, Ecuador
Es habitual en estos días espesos escuchar o leer—en el ámbito de la guerra cultural que se despliega en el Ecuador contemporáneo—que la condena enérgica hacia una idea o persona es acompañada de la desestimación a su capacidad de ser fiel. Poco importa el peso específico del concepto en discusión, o la trayectoria humana, lo fundamental en este juego de absolutos consiste en determinar el grado de apego y la incondicional manera en que un individuo se muestre adepto a la repetición. Si en un momento de su vida—sobre todo en su vida reciente—una persona establece distancia ante sus alianzas previas ha cometido el pecado capital, y debe ser condenado. Lo interesante con relación a esta lógica pasional no es el culto a la consistencia (nebulosa y torturada en cualquier caso imaginable) ni su defensa incondicional de una identidad esencial e inmutable sino más bien su compromiso con la condición moral (no hablamos de ética sino de moral) del ser.
Molesta mucho entonces, desde esa racionalidad moralista, que los interlocutores del poder asuman una conducta infiel, incluso, que hagan la apología de la infidelidad. Esto es aquello que, desde el renacimiento europeo, cuando el poder monárquico copa las instancias culturales, auspician sectores intelectuales disidentes. La pseudonimia, el uso de nombres ficticios para firmar obras incómodas al poder, y para evadir su castigo, es una de esas prácticas. Los pseudónimos son infieles desde su origen: son expresiones acabadas de traición ante la identidad recibida—mecanismos de diversidad ante uno mismo, alternativas lúdicas y protestantes, optan por entregar al mundo una versión rebelde no solo de lo que la subjetividad percibe, sino de su propia inestabilidad. Los pseudónimos operan de muchas maneras, una de ellas es fragmentando la certidumbre del discurso oficial en casa propia, a partir de la negativa a ser identificado.
El ocultamiento de la identidad tiene razones legales, la evasión de la prisión por ejemplo, en tanto suscribe a la desobediencia civil, pero es fundamentalmente un modo de resistir la violencia y al mismo tiempo, de estimular la resistencia creativa y reflexiva a la misma. La identidad en este sentido, es un concepto político, contestado desde un inicio por el poder. La idea de una identidad fiel y/o idéntica a sí misma responde a una visión en donde se le hace sencillo al poder identificar y por ende, castigar, estigmatizar, reprimir. Una identidad heterogénea por el contrario (una aporía), infiel, una identidad traidora, pseudónima, es un blanco móvil, un concepto en transición, un preso potencial en fuga.
Y es que tener a la traición como aliada no asegura la perdición; al contrario, es una garantía ante la violencia. El advenimiento del divorcio a nivel global por ejemplo—la aceptación tácita de una fidelidad comprometida—evita y seguirá evitando el desencadenamiento de la violencia intrafamiliar. La verdad, como observó Freud hace más de un siglo, es que desconocemos buena parte de nuestra propia mente tanto individual como colectivamente. Continuamente nos ponemos trampas, boicoteamos nuestros propios proyectos, saboteamos nuestra felicidad. ¿No resulta saludable en estas circunstancias optar por la traición como asesor de conciencias? ¿No es aquello un reconocimiento de nuestra propia capacidad, sin contar con la de los demás, para el engaño?
Además, el ocultamiento de la identidad, sin dejar de ser opción, resulta inevitable. La pseudonimia ocurre en tantos distintos contextos que se nos olvida su ubicuidad: la aceptación y el otorgamiento de apodos, de “nombres de guerra”, de identidades en línea, de nombres artísticos, de bautizos y conversiones religiosas, de apócopes y hasta errores de pronunciamiento o de escritura. Y la lista sigue: la destrucción de nombres e identidades que ocurre en el ejercicio de la encriptación electrónica, herramienta fundamental de la economía contemporánea, la elusión de la identidad en la comunicación cuando conocemos que esta puede afectar, por ejemplo a un menor de edad, la asunción temporal de la identidad de otro como muestra de solidaridad como por ejemplo en el ahora emblemático “yo soy Charlie Hebdo” o mejor y más cercano, “yo soy Bonil”. En todos estos casos la traición no es una opción, es una necesidad, es la superación de una noción afincada en el conservadurismo y la inmovilidad moral. Y es un mecanismo saludable para la sociedad en su conjunto y para su capacidad de pensar el presente como un escenario habitado por la contingencia, por la transformación. Por eso no es conveniente desenmascarar a Crudo Ecuador, su pseudonimia representa una traición valiosa, el recuerdo permanente, y picante, de que la conspiración no solo se encuentra afuera sino que anida en el interior. ¿Quién es ajeno a la noción de que el crudo ecuatoriano se va a agotar, de que nuestra dependencia al extractivismo es una traición inminente?
Hace más de 100 años, Lev Tolstoi publicó una breve novela con el nombre de La sonata de Kreutzer, en ella, durante la última etapa de su vida, el patriarca ruso expuso, con casi ningún velamen, la tortuosa dinámica de su relación matrimonial en su última etapa. La novela cuenta la historia de un hombre que asesina a su esposa y que en un interminable viaje por vía férrea, intenta justificar su acto ante una audiencia de pasajeros absorta por su alegato. Allí, Tolstoi presentó una visión radical y sexofóbica de las relaciones humanas (En la última etapa de su vida, el autor ruso aupó una variante “primitiva” del cristianismo que exhortaba, entre otras cosas, a la castración voluntaria). Fue tan radical su representación que la misma Iglesia Ortodoxa condenó la obra después de su muerte, una obra que mostraba no solo desprecio y horror por el sexo sino también por el sexo matrimonial. En esas circunstancias y pese a que la obra la mostraba en una luz deplorable fue Sofiya Tolstoi quien abogó, luego de la muerte de su esposo, ante el Zar para que la obra fuese publicada. Ciento veinticinco años más tarde, la obra ha sido reeditada, junto con una novela, escrita por la propia Sofiya Tolstoi y mantenida en silencio todos estos años. Su título: ¿De quién es la culpa? En su novela, traducida recientemente al inglés, Sofiya responde a las acusaciones y condenas implícitas y explicitas de su marido. Responde a una traición, la de su intimidad conyugal, a su propio asesinato simbólico, en la forma más cuerda y cruda posible, con una novela. “La traición” escribe Arthur Miller, “es la única verdad que perdura”.