Sucedió en Aislandia

Pablo Arosemena Marriott
Guayaquil, Ecuador

Desempolvando textos de economía del reconocido profesor de Harvard Greg Mankiw, me volví a encontrar con el caso de Aislandia. La historia es más o menos así: hace algún tiempo, las autoridades del gobierno pusieron en vigencia todas las restricciones posibles para frenar el comercio de ese ficticio país con el resto del mundo. Todo lo que se encontraba en los supermercados y tiendas de barrio era solo Made in Aislandia.

Un día, un inventor aislandés descubrió una manera alternativa de producir gasolina, producto vital para la industria, el transporte y el comercio nacional, y con un precio similar al de los mercados internacionales. Lo curioso fue que con su idea innovadora no se necesitaba de ningún trabajador en la refinería, ni tampoco de petróleo o algo parecido como materia prima para el combustible. Lo único que requería para producir la gasolina era banano. Fruta que en ese país, como en el nuestro, afortunadamente abundaba y era de gran calidad.

Tal fue su éxito que el país no tardó en reconocerlo como un genio. No solo que la gasolina era útil para muchas cosas, sino que además este descubrimiento bajaba precipitadamente el costo de múltiples productos, elevando así el nivel de vida de la gente.

Eso sí, toda la mano de obra anteriormente empleada en fabricar la gasolina nacional se vio golpeada por el cierre de las empresas dedicadas a producirla. Sin embargo, la gente eventualmente encontró trabajo en nuevas industrias. Algunos cultivaron el banano que el inventor transformaba en gasolina. Todos vieron cómo Aislandia estaba mucho mejor. Así es el progreso, se destruyeron unos trabajos, pero se crearon tantos otros gracias a este gran invento.

Pero la historia no quedó ahí. Pasaron los años, y un día un periodista decide meterse a investigar el proceso de producción de la famosa fábrica que transformaba el banano en gasolina. Se escabulle en el galpón principal de la fábrica y se da cuenta del secreto. ¡No había ninguna gran tecnología! El inventor había descubierto que si enviaba banano al exterior, podía conseguir a cambio gasolina más barata que la producida localmente. Lo único que el inventor aislandés había aprendido eran las ganancias derivadas del libre comercio.

Obviamente, al publicarse la noticia sobre el inventor, el régimen ordenó cerrar la fábrica. El precio de la gasolina se disparó de nuevo. Los trabajadores volvieron a producir gasolina cara pero nacional. El inventor fue apresado y ridiculizado ante la opinión pública por su falta de compromiso con el desarrollo de la industria nacional. Poco importó que vendiera combustible barato y que aumentara la prosperidad de la nación. Y es que, como nos recuerda Mankiw, el supuesto genio no era un “inventor”, sino un ciudadano común que conocía las ventajas del libre comercio.

Al igual que en este caso de Aislandia, en Ecuador el libre comercio nos beneficiaría a todos, elevando el nivel de vida de los ecuatorianos. Aquí existen miles de emprendedores del comercio que día a día buscan oportunidades de negocios, ya sea exportando sus productos o importando a buenos precios. Son emprendedores que ayudan a mejorar la vida de todos los ecuatorianos mediante su esfuerzo, ingenio y creatividad. Como el “inventor” aislandés, ellos entienden claramente los beneficios del libre comercio. Solo necesitan de un sector público que también lo entienda.

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