La ley del embudo

Mariasol Pons
Guayaquil, Ecuador

Hace once años tuve la oportunidad de visitar Cuba. Había leído sobre la isla pero sobretodo sobre su historia más famosa, la de Fidel y su hermano, del Che, de Cienfuegos, del Granma, etc… Recuerdo haber estado en Panamá esperando la conexión para llegar a la Havana con una emoción inexplicable de poder conocer ese país que tanto me había imaginado a través de la lectura, películas y documentales. Yo quería conocer Cuba antes de que Fidel muriese, quería ver lo que ellos habían hecho tras 45 años –hasta esa fecha- en el poder. Era una especie de viaje en el tiempo.

Al llegar a Cuba primero fui a Varadero, donde la playa me cautivó. Me hospedaba en un hotel donde nos ofrecían comida de lujo y vinos españoles. Mi primer shock fue cuando pedí una Coca Cola –yo tengo una predilección enfermiza por esta bebida- y lo que me dieron fue una imitación de esa bebida hecha en Cuba. Pensé, muy ligeramente, –“ok, primer reality check del viaje”-. El resto de días en Varadero fueron casi sin sorpresas pues todo estaba hecho para satisfacer a los turistas como yo, ignorantes de la realidad cubana. Los artistas que ahí trabajaban exaltaban las bondades de su país, de hecho, un país hermoso. Me llamó la atención que esos artistas se refirieran al aparato estatal y a sus líderes sin nombres propios sino con el término: “La Revolución” definido tácitamente como una especie de dios salvador de masas, que sólo evoca valores como el trabajo incansable y la justicia social para todos. Un día fui a la Mansión Dupont o Mansión Xanadú, construida por el magnate Irénée Du Pont en 1926, quedé maravillada por aquella hermosa construcción y la espléndida vista del mar cristalino que gozaba en frente. Ya no era para el gozo privado de una familia que había costeado su construcción sino un hotel con restaurante al que sólo podían acceder turistas porque los cubanos no estaban permitidos de acceder sino para trabajar allí. Comí carne importada de Canadá y logré conseguir una lata de Pepsi Cola. La cena fue carísima y me dejó un sabor amargo.

Después de Varadero fuimos a la Havana. Me hospedaba en el Meliá Cohiba, donde acababa de explotar un escándalo de espionaje a españoles y figuras poderosas que visitaban la isla. En la habitación del hotel habían muchos espejos y yo empecé a sentir algo de paranoia pensando que alguien pudiere acceder a mis conversaciones privadas. Yo, una insignificante turista, sentí la censura hasta en mis pensamientos. La mañana siguiente evitamos los tours que ofrecía el hotel y preferimos tomar un taxi común. Le pedimos que nos paseé por la ciudad y que nos cuente su historia. El señor apagó la radio de la cooperativa de taxis y dijo que nos daría un verdadero recorrido. Nos contó cómo las antiguas casas grandes que fueron expropiadas a sus dueños –así como todo lo demás-, habían sido inicialmente ocupadas como viviendas multifamiliares, pero luego debieron ser desocupadas pues al no darles mantenimiento corrían el riesgo de derrumbarse.

Respiraba un aire decadente mientras las filas de casas hermosas y desocupadas alimentaban mi curiosidad. Nos llevó a un par de clubes antiguos, todos expropiados y entregados para gozo de los cubanos, excepto que como no había dinero para darles mantenimiento y la gestión era incipiente estaban todos en pésimas condiciones. Los mejores clubes eran ahora los de los militares y los que usaba el personal del gobierno. Nos contó que su calidad de vida era muy mala y que no le alcanzaba el dinero para vivir, nos explicó que se ayudaban mucho entre sus familiares y amigos. Mas tarde nos llevó a Marina Hemingway, donde me obligaron a apagar mi cámara para poder acceder. Finalmente, nos comentó que la gente de “la revolución” vivía lujosamente. El taxista nos dejó en el Museo de la Revolución –lo que es el antiguo palacio presidencial- y me despedí muy agradecida por su generosidad. En mi imaginación bailaban juntos Batista y sus compadres así como Castro y sus camaradas. Pude ver el famoso bote Granma así como muchas fotos antiguas incluso las de los compañeros de guerrilla que ellos mismos eliminaron en el pasado. Percibí la injusticia absoluta de que el cubano común fuera el único desfavorecido en el reparto, pues ahí debías ser turista o gobiernista para poder escoger entre carne y plátano.

Esa noche salimos a la Bodeguita del Medio, famoso lugar predilecto de Hemingway. En el camino entre el hotel al restaurante, pude notar que muchas de las calles internas de la ciudad carecían de alumbrado público. Con las luces del vehículo aparecían personas desde la profunda oscuridad sentadas en las aceras bebiendo cualquier cosa, como tomando el fresco de la noche. Mi conversación se tornó “peligrosa” por las preguntas que formulaba al conductor y mi acompañante me pidió que calle. Llegamos al restaurante aliviados de haber dejado la oscuridad atrás, ahí si habían luces. Pedimos carne desmechada y nos atendieron de maravilla. Durante la cena, casi susurrando, especulamos como debía haber sido aquella ciudad en su época de esplendor.

Al salir, se nos acercó un oficial quien requirió nuestros documentos y nos comunicó que debíamos “acompañarlo” a la Comisaría. Adujeron que buscaban un hombre con la misma descripción física que la de mi compañero de viaje. El policía nos llevó caminando por calles oscurísimas y tétricas, donde debo admitir que me arrepentí por completo de haber visitado la isla. Al llegar a la comisaría nos recibieron cinco oficiales, uno de ellos vació el contenido de mi cartera sobre su escritorio pidiendo explicaciones para todo lo que llevaba dentro. Mi espíritu, todavía envalentonado durante la caminata, había sido disminuido ante sus acciones y su poder. Mi compañero, el sujeto que supuestamente buscaban, estaba muy nervioso. Dentro de mí resonaba: “quien nada debe nada teme”, pero el dicho no aplicaba en ese contexto y el pánico empezaba a invadirme. Veinte minutos después salió una mujer de un despacho que, con gesto reprobatorio, nos indicó que había ocurrido un error. Aún cuando mi compañero coincidía en la descripción física, el hombre que buscaban era alemán y su nombre no era ni parecido. La manera tan aleatoria en que nos llevaron a la Comisaría me dejó perpleja. El mismo oficial volvió a introducir el contenido de mi cartera ítem por ítem y nos dejaron ir.

No hablamos hasta llegar al hotel. Yo no dejaba de pensar: “¿qué nos hubieran hecho si hubiésemos sido cubanos? ¿qué los hubiera detenido de encarcelarnos sin pruebas ni garantías?” Sentí el miedo producto de la absoluta vulnerabilidad. No volvimos a salir sino hasta que nos tocó ir al aeropuerto para tomar nuestro vuelo de regreso, veinte horas después. Nunca supe más de las razones por las que nos llevaron a la Comisaría. El conductor que nos llevó al aeropuerto manejaba un auto lujoso que estaba dedicado a atender a los huéspedes de ese hotel. El hombre nos contó cómo el régimen los presionaba moralmente, económicamente, políticamente y socialmente. Yo ya no quería hablar ni escuchar. Sentí mucha tristeza por toda esa población que debía soportar los caprichos de una gente enferma de poder, egoísta e inconsistente. Entendí que los artistas del hotel habían sido adoctrinados. Nada de lo que había leído me preparó para esa vivencia y prometí no volver a Cuba mientras siga en pie el comunismo. Mi solidaridad absoluta con esas personas que han sido forzadas a sobrevivir en el abuso cotidiano.

Los modelos económicos pueden variar pues no hay fórmulas mágicas universales, pero deben incluir siempre los derechos intrínsecos del respeto mutuo entre ciudadanos, extrapolando así, este principio al “todo” que concierne al país. Un modelo donde sus líderes acaparan el bienestar económico y practican la impunidad frente al abuso y la corrupción es tóxico, malsano y esta condenado a la debacle.

Más relacionadas